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Por Andrés Pinotti
Un hombre morocho de rostro afilado mira el cartel principal del Bingo Chivilcoy y ojea su reloj. Está parado en la esquina de las calles San Martín y 25 de mayo, lleva un jean raído y campera de cuero negra, lo que le da un aire de rebelde juvenil salido de alguna película yanqui. Parece estar esperando a alguien que nunca va a llegar. Mientras tanto, por la puerta del Bingo se cuela gente; unos entran con la esperanza de salvarse y otros salen con la resignación lánguida de los boleros. Son las diez de la noche de un lunes cualquiera y dentro del lugar de juegos que ocupa casi una manzana, late un ritmo acelerado que desentona con la calma chata de Chivilcoy. Un hombre de seguridad, metido en un traje dos talles más grande, me detiene.
-Documento, por favor.
Es bueno saber que a veces la mayoría de edad aún no se haga notar en mis facciones. Pienso en la posibilidad de ir a una matinée y que me dejen ingresar. Y me río. El hombre de seguridad, perseguido, me mira y me devuelve el documento.
-Todo legal, ¿no? –digo con ironía y me abro paso entre la fauna binguera.
La sala de máquinas es el espacio de bienvenida una vez que se ingresa, tiene una buena legión de tragamonedas que descansan sobre una alfombra acolchonada, y está atestada de personas. Algunos esperan que sus máquinas queden libres, otros caminan en silencio por entre la muchedumbre, pero la mayoría juega. A pesar de ser un espacio cerrado no existe la sensación pesada de estar en un sitio viciado: hay un constante flujo de aire de los acondicionadores, que hacen el trabajo que fácilmente realizaría una ventana. Pero no, en el bingo no hay ventanas. Inhumana forma de brindarle al jugador el lugar propicio para dejar sus billetes, sin saber si afuera es de día o de noche, si llueve o si es hora de regresar a casa.
-Pero vos podes creer, ésta máquina – ladra una mujer mayor. Sentada, se inclina hacia delante, al punto de llegar a rozar su nariz contra la pantalla del tragamonedas. Lleva un escote marcado: lo suficiente como para que todos nos demos cuenta de que no sólo quiere volver a su casa con plata.
A unos metros de distancia hay un hombre rubio que juega a una máquina donde las apuestas son frutas que giran a toda velocidad. Se lo ve nervioso, tira insultos por lo bajo y mueve uno de sus pies a toda velocidad. Tiene no menos de 50 años, manos de pianista, viste camisa blanca y pantalón negro. Su espalda está empapada.
Con el correr de las horas el calor aumenta en el bingo y las cábalas y los rituales comienzan a nutrir al ambiente de un tinte peculiar, burlesco. En la máquina que emula a la película Star Wars -la mayoría de los aparatos tienen dibujos y elementos que cautivarían la atención de cualquiera niño- Elsa pone en evidencia su táctica para que la máquina le duplique el dinero que invirtió.
-Acá siempre saco algo, hay que esperar nomás- dice la mujer de pelos rojizos y manos nerviosas.
Una vez que presiona el botón de apuesta, la mujer frota con su mano la pantalla de la máquina, en donde giran naves y demás elementos relacionados con la temática. Intenta lograr que los elementos se alineen. Entonces frota y frota.
-Vamos, vamos, vamos…- repite una y otra vez con la vista puesta en una pantalla que irradia luz tóxica.
Avanzo entre la gente y me choco con alguien cuya ficticia oratoria llega a la insensatez. Intenta convencer a un conocido diciéndole que en unas horas tal máquina va a largar guita. Porque la viene fichando, dice. Y le explica y justifica su hipótesis. El compañero lo escucha y mira la máquina. Pero la mira sin ver, como quien se detiene a ver un amanecer entre las montañas. Detrás, pasa un seguridad trajeado de negro haciendo gala de su físico obeso y amenazante. Mira con suspicacia como lo haría un personaje de novela policial de Dashiell Hammett. La noche marcha a toda velocidad, el tiempo vuela en el bingo. Igual que el dinero de las manos de la gente.
La sala de máquinas no es el único sector donde se puede ver el arte de jugar. Arriba, en un segundo piso, avanzando por una amplia escalera, se puede llegar al lugar donde se juega ruleta vip, donde la apuesta inicial es de mayor valor. Abajo está la ruleta popular, la electrónica, lugar donde no es posible encontrar al típico croupier de moño que lance las bolas, pero sí a un grupo de muchachos no menos elegantes que se encargan de controlar lo que suceda en el lugar. Alguien a quien llaman Marcelo –camisa abierta, medalla de River que le cuelga del pecho barbudo– está sentado en uno de los puestos de juego y entre apuesta y apuesta se para, camina unos metros y vuelve a revolverse sobre el asiento. En el bingo, hay por lo menos uno de estos cada dos metros. Cuando no acierta algún número, la garganta de Marcelo se llena de puñales:
-Yo sabía, yo sabía que no, sabía, sabía…
Ahora el hombre tiene los codos apoyados en la mesa fija y la mirada clavada en la pantalla táctil. Aprieta demasiado los dientes, las sienes le laten como si dentro de la cabeza hubiese veinte hombres golpeando. Tiene la cara encendida. Marcelo es tal vez otra víctima de una escasez de dinero crónica. O bien de un rasgo genético que le hierve en la sangre y que lleva desde siempre, desde la cuna.
-Bingo!- aulla desde el fondo una mujer con voz ronca.
La sala donde se juega al bingo no tiene nada que ver con el resto del lugar. Podría jurar, con todo lo que esto significa, que es hasta más familiar. Entre cartón y cartón la gente levanta las cabezas y mira reír a José María Listorti que hace de las suyas en alguno de los televisores que cuelgan de las paredes. Hay hombres, mujeres, adolescentes, abuelos que juegan al bingo. En la mesa en la que estoy Raúl dilapida el último cigarro y lo hunde en un cenicero desbordado.
-Otro café, por favor- se dirige hacía una moza levantando un dedo de ultratumba.
Las camareras caminan por entre las mesas, entran y salen de la cocina con platos abundantes de comida, gaseosas, whiskeys, postres helados. Todo de calidad y a buen precio, para que la gente no deje de consumir. Tanto las chicas que maniobran bandejas como las que venden cartones llevan un uniforme y un cartel sobre el pecho que indica el nombre de cada persona.
-Acá tiene señor- dice Milagros, que deja el posillo de café y cambia los ceniceros cromados y repletos, por unos vacíos y brillantes. Raúl agradece y en una sonrisa mimosa aparecen dientes de fumador viejo.
A esta altura de la noche ya no hay rituales o mañas que me sorprendan. Pero todavía me causan gracia –y a la vez cierto pavor- los movimientos y gestos que hacen los jugadores cuando, por caso, una simil locutora canta los números de las bolillas que van saliendo. Algunos ahogan risas de emoción; otros mastican odio y entrecierran los ojos. Pero todos están presos de una misma emoción: la ambición por ganar, dulce elixir que los alimenta, los engorda y empobrece al mismo tiempo. Y se van diez pesos, veinte, cien. Los olores se mezclan entre nicotina, pollo y café. Pasadas las tres de la madrugada pareciera que los vicios consiguen conjugarse en uno sólo, como si se fusionaran juntando fuerzas, volviéndose peores, más nocivos.
Un compañero de mesa advierte que es tarde, que en un rato cierran. Me incorporo procurando no olvidar nada sobre la mesa y cruzo la puerta. La sala de máquinas aún funciona con mucha gente jugando, el seguridad que se entretenía imitando al personaje de Hammett bosteza como un búfalo desde un rincón.
La inusitada experiencia me deja sensaciones ambiguas y sobre todo un profundo olor en la ropa. Saludo a quien me recibió en la puerta y enfiló mis pasos hacia el lado del correo, bordeando la plaza. Al doblar por la avenida Sarmiento paso por la otra entrada del bingo, la parte del Bingo Lounge, un lugar con aires de boliche donde se presentan artistas todas las semanas. Los chivilcoyanos suelen ir a pasar un momento agradable, a empujar la cena con alguna copa y divertirse. Ahí también el azar está presente. De hecho, todas las semanas el azar y el destino hacen que muchas personas se encuentren y reencuentren en el Bingo Lounge. Los más suertudos se van de ahí con dinero y de la mano con alguien. Y los que no, bueno, se irán sin dinero y al otro día volverán. Y al día siguiente también, y así.
Etiquetas: Andrés Pinotti, Bingo Chivilcoy, Crónica
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