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Por Luciano Sáliche | Fotos: Florencia Vaccari
“Ahora estoy acá, medio retirado de la civilización”, dice Gustavo Berro y abre los brazos. Estamos en su casa, una quinta en las afueras de Chivilcoy que él mismo, con paciencia de artista, se encarga de emprolijar diariamente. Está rodeada de árboles y el verde del suelo parece vencer al azul del cielo. El día está algo nublado, de repente sale el sol y empieza a pegarnos en la piel. Nos corremos a la sombra, Gustavo me ceba un mate y empezamos a hablar de sus comienzos en el oficio. “Medio cortado lo mío pero debe hacer 30 años que actúo. Empecé en el año 87 más o menos, un poco por curiosidad, otro poco porque me gustaba alguien que iba ahí, para serte honesto. No me enganché con la mina, me enganché con el teatro”, dice con humor, y continúa: “Muchas veces me he planteado por qué lo hago, y la verdad que más allá de las respuestas obvias de que me gusta o me hace bien hay algo más profundo que lo vas encontrando con los años y es que el teatro, como tantas otras cosas, te permite ir conociendo el alma humana”.
“Yo me considerado medio negado para todas estas cosas del arte, pero actuar me salía más fácil. No te quiero decir que tengo talento para esto”, dice con humildad olvidando, o mejor aún, ocultando que tiene una experiencia importante que empieza con El acompañamiento de Carlos Gorostiza como debut, una obra del Teatro Abierto, ese movimiento que ofició de resistencia cultural a la última dictadura. “Las obras de Gorostiza tienen eso que son dramas humanos”.
La Cueva y la lucha contra la banalización de la cultura
A diferencia de aquel grupo que reunió también a personalidades como Roberto Cossa, Osvaldo Dragún, Luis Brandoni y Pepe Soriano, Gustavo comenzó haciendo teatro con la Democracia ya instalada y, pese a que la represión ya no estaba institucionalizada, tenía sus dificultades: “Lo difícil, y que nos sigue pasando hoy día en todos los teatros independientes del interior, es conseguir los recursos, generarlos, conseguir que la gente vaya al teatro, no para ganar un peso sino para solventar los gastos. En esa época ya se podía decir lo que querías pero no se daba lo que se da ahora de mezclar distintas gentes y distintos palos y de distintos teatros en un elenco. Había como una división muy tajante entre lo que era la Agrupación Artística y El Chasqui. En el medio estábamos nosotros, que éramos un desprendimiento de esos dos teatros, pero por suerte todo eso desapareció. La Cueva nace por eso, por gente que se fue desprendiendo de los teatros más antiguos, porque había todo un movimiento nuevo, como está pasando ahora, y en ese momento éramos jóvenes y teníamos muchas cosas para decir y no nos daban lugar entonces se terminó fundando La Cueva. Yo no estuve en la gestación pero me incorporé al poco tiempo”.
“En ese momento teníamos apoyo del banco local, que tenía una política cultural, pero desapareció y después lo hizo el Credicoop que nos subvencionaban la salita. Cuando cambió de lugar, tuvimos que dejarla y a partir de ahí anduvimos yirando por todos lados. Pero nunca dejamos de hacer obras, todos los años pusimos algo. Un día en la Sociedad Francesa, otro en la Sociedad Española, otro en la Escuela 502. Siempre hicimos hasta que, hace seis años, conseguimos esta sala que, con un subsidio municipal, podemos solventar el alquiler. El resto de los gastos lo venimos bancando bien. Antes el banco nos cedía el lugar, pero hoy día hay más facilidad. Igual hay que pelearla. Por ejemplo, el Instituto del Teatro da subsidios para comprar salas o para equipamiento, igual es todo un tramiterío burocrático. Hace unos años se votó una ley provincial de teatro que iba a dar un fondo, al final esas cosas quedan en la nada. Hay que remarla… pero por suerte, al haber tanta actividad, la gente está viniendo y tenés otra estabilidad que en otras épocas era más a pulmón. Hoy el teatro se ha hecho más masivo”, agrega.
Pero lo que sí fue difícil, en términos sociales y culturales, fue la década del 90. Una sociedad que había empezado a olvidar la oscuridad de la dictadura y esa democracia que festejó en el 83 parecía vieja, gastada, aburrida, entonces terminó por banalizarla. “Yo lo que percibía en esa época era una lucha permanente en contra de la televisión. Cuando empezó toda esa farandulización y banalización con los programas de Tinelli y todo eso, vos salías a competir con otra cosa y llevar gente al teatro te costaba. Por lo menos acá era así. En Buenos Aires surgió todo un movimiento de teatro under que después los sistemas cuando empiezan a ver que anda te lo chupan y se lo llevan a lo comercial. Eso pasó siempre. Pero cuando hay más problemas sociales surgen cosas de abajo. En los 90, cuando empezaron los grandes despidos –bueno, un poco lo que está pasando ahora también– comenzaron a hacer teatro en fábricas abandonadas, en los lugares que eran totalmente alternativos a lo que era el teatro tradicional. Por lo menos tenían cosas para decir. Mirá, nosotros hacíamos funciones que no venía nadie. Y hoy sigue pasando que hay gente que dice: ‘no, a mí llévame al teatro a ver cosas que me hagan reír, para complicada tengo la vida’. Y bueno, está bien, cada uno hace lo que quiere. Nosotros hacemos lo que no nos gusta”.
Chivilcoy y el origen teatral argentino
Juan Moreira, el gaucho, murió en Lobos en 1874 a manos de la policía. Su historia fue contada seis años después por el escritor Eduardo Gutiérrez en su novela –originalmente publicada como folletín en el diario La Patria Argentina– que lleva el nombre del gaucho. Luego, por pedido del grupo circense Los Hermanos Podestá, la reescribió como mimodrama y se estrenó en Chivilcoy, pero como obra hablada. Fue la primera que se tenga registro –tenía cantores, guitarreros y bailarines– y eso, evidentemente, marcó un hito, por lo que este año la ciudad fue nombrada Capital Provincial del Teatro. El nombramiento de esta ley tiene su amalgama en el presente que atraviesa el teatro chivilcoyano. “La gente está yendo mucho al teatro. Hay que decirlo: en Chivilcoy a un muy buen nivel y hay tanta oferta que se está generando una movida muy linda. Hay una generación fantástica de actores y directores”, comenta Gustavo.
Y da un ejemplo de esta suerte de efervescencia: “Carla Tomasini hizo una propuesta diferente a lo que se ve siempre, una obra de Cossa en el teatro La Cueva que se llama Años difíciles a la que dio vuelta. Le puso toda una estética con un montón de lenguajes más allá del texto de la obra porque usó filmaciones en tiempo real y comunicó un montón de cosas más de lo que decía la obra en sí. Ella es nueva, es su primera obra y ya revolucionó con eso acá, por lo menos el ámbito de lo tradicional. Hay muchos chicos que se están metiendo, está creciendo mucho la cosa”.
Hace Lorca en la disco
La charla sigue y el tiempo empieza a ser un espiral indescifrable, entonces recordamos el objetivo inicial, hablar de Hace Lorca en la disco, la obra que dirige Diego Scarpellino y que, de alguna forma, dejó caer sobre la escena teatral chivilcoyana un baldazo de agua fresca. “Lo que buscamos es generar el lugar incómodo y no ir a sentarte a que te cuenten un cuentito, que te lleves el mensajito al final y que te vayas a comer pizza y digás ‘ah, mirá vos’”, dice con un dejo de ironía. Es cierto, la primera sensación es la de la incomodidad. Cuando uno entra a la sala Grupo Trac no encuentra sillas ni escenario sino, justamente, una disco. Hay una barra, un Dj y gente bailando. Los personajes están montados ahí, bailan entre los espectadores y, cuando irrumpen las cuatro mujeres –una a la vez, que son personajes de las obras de Federico García Lorca-, empiezan a insultarlas. “Andate, acá queremos bailar”, dice una de las chicas sensuales de la noche. En ese choque, en ese versus que se teje entre las mujeres de siglos pasados que entran al boliche para contar su pena e intentar conmover al público y la frivolidad empaquetada de los personajes que bailan junto al espectador mientras suenan los hits más rimbombantes de la época, se produce la tensión.
“Los personajes que están en la disco son un espejo de los personajes de la obra”, dice Gustavo y cuenta que les ha pasado que hay “gente del público que se quiere ayudar y se quiere meter” porque a medida que avanza la narración los personajes de la disco empiezan a burlarse de las mujeres de Lorca. “Scarpellino juega a ver de qué lado se pone la gente. Si se pone del lado del bardeo y le chupa un huevo lo que pasa o no”, comenta porque su personaje es una suerte de pendeviejo que baila sin parar con un saco blanco e ínfulas de ganador. Luego, en un fragmento de la historia, muta a alguien más perverso, con una dicción impecable y una mirada que se come a la pobre mujer que tiene delante. “Se llama Pedroza y es el enviado del rey que tiene encarcelada a una de las mujeres y que le dictamina la sentencia para que la fusilen”.
Cuando Gustavo Berro habla y piensa y reflexiona sobre su práctica no es el hombre altivo y voraz que uno ve sobre el escenario. Acá es más terrenal, más atolondrado, se come algunas eses, ríe y charla, no tanto como un artista sino más bien como un hombre que disfruta de su oficio. Esa es la palabra: oficio. Tiene una musculosa negra, bermuda y zapatillas bien atadas. Está cómodo, necesita estar cómodo, al menos en este plano, el de la no-ficción, el de la realidad. Después, en cada obra, hará lo que sea necesario para que su cuerpo logre ser canal de expresión. Así es en Hace Lorca…, un montaje: “Esos textos son tremendos. Nos costaba a nosotros en los ensayos, después que veíamos las escenas, nos daba lástima y nos costaba bailar. Después asumimos que era el papel que teníamos que jugar. Y tiene imágenes muy particulares. La violencia, el tema del mundo machista… ¿viste las cosas que los personajes le dicen a la mujer? Creo que el mensaje está claro, aunque no conozcas las obras de García Lorca… La idea brillante que tuvo el director fue traer que eso que pasaba en 1850. ¿Dónde pasa hoy? En una disco, que la mujer sigue siendo un objeto.”
“Es difícil porque estás todo el tiempo haciendo tu personaje. Te vas metiendo y vas teniendo un in crescendo. Estás de joda en el boliche y te tenés que meter en la historia y tenés que salir. Para meterte en un personaje tenés que tener un tiempo de maduración, de introspección, de buscarlo y acá estás de joda en el boliche y de golpe… actoralmente es muy difícil”, comenta sobre ese pendeviejo que, de momento, se torna un una suerte de juez verdugo. Es la segunda vez que trabaja con Scarpellino. Años atrás hicieron Una pasión sudamericana de Ricardo Monti, que está ambientada en la época de Juan Manuel de Rosas y tracciona otros opuestos similares, los de civilización y barbarie.
¿Qué es un actor?
“Uno de los primeros profesores de teatro me dijo: ‘el teatro es muy sencillo, ¿vos te acordás cuando jugabas a los cowboys cuando eras chico? Cuando salías de atrás de una planta y te tiraban y te mataban vos te tirabas al suelo y te creías que estabas muerto. Bueno, eso es el teatro, creerte lo que estás haciendo, jugar’”, dice Gustavo. Cada tanto se acerca un perro enorme que busca una caricia en el lomo y se va. También Caco (Juan Marcos), su hijo y mi amigo, veterinario él, que da vueltas por la quinta, como un baqueano que recorre el tambo. Nosotros seguimos charlando.
“Uno apunta a que el espectador salga modificado, salga pensando, salga conmovido –sigue Gustavo–, pero hay público para todo. Estamos en una etapa donde se está rompiendo la cuarta pared, la estructura tradicional aristotélica de la obra que tiene una presentación, un desarrollo y un final que te cuentan un cuentito, se está corriendo el límite, se está yendo más allá. Estamos en esa transición, estamos en ese proceso. Lo interesante es captar otro tipo de gente. Ahora en esta obra con el gancho de la disco vienen muchos chicos jóvenes que jamás sintieron hablar de Lorca y por lo menos van a escuchar un texto de Lorca”, cuenta sobre lo que hoy hace, pero también habla de cosas que ya hizo, va y viene, como si fueran flashback y flashfoward intermitentes: “Hubo una obra que a mí me marcó, además de Una pasión sudamericana, que es Esperando a Godot del teatro del absurdo. Para leerla es dificilísima, densa, no entendés nada y nos pasó algo muy raro: íbamos avanzando en las funciones y le íbamos encontrando nuevos significados, otras vueltas de tuerca y decíamos ‘vamos a decirlo de otra manera porque acá el tipo está queriendo decir otra cosa’. Fue maravilloso eso”.
La forma de ver el teatro que tiene Gustavo es muy lúcida porque lo piensa en relación con el presente. “Hoy en día sigue habiendo una sociedad machista, hasta las mismas mujeres son machistas”, dice de Hace Lorca, pero también con El Caso Stockman (versión libre del clásico de Henrik Ibsen Un enemigo del pueblo), obra realmente conmovedora que realizó en la Sociedad Francesa: “Tenía unos textos tan actuales, hablaba de la contaminación del agua. Me acuerdo que estábamos por hacerla y traje un diario de Carlos Casares que hablaba del arsénico del agua y que después empezó a aparecer acá también”.
“A mí me cargan mis compañeros porque yo nunca me aprendo las letras, pero las aprendo mejor haciéndolas. Tendrá que ver un poco la edad, pero ensayándola es lo más lindo. Cuando se empieza a cocinar la obra y se empieza a hablar de los personajes, te trazás un perfil psicológico y por ahí le inventás una historia. Primero lo vas creando y después el personaje se te va metiendo adentro, hay un click y te creés el personaje. Es el juego que vos te lo estás creyendo. Y es ahí cuando se da el ida y vuelta con el público: si vos te lo creés el público también”, dice Gustavo y entonces hay una pausa. Claro, eso es el teatro: creer la ficción. El espectador deja de lado sus prejuicios y se mete en la historia, como quien se sube rápido al bondi, y viaja. Lejísimo viaja. El actor es el piloto.
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