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27-06-2017 Notas

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Por Luciano Sáliche

¿Qué lugar ocupan las grandes empresas en Occidente? ¿Cómo forman parte de nuestra subjetividad esas enormes compañías que nos ofrecen sus productos que consumimos con satisfacción y necesidad? ¿Y su publicidad, sus gigantografías, sus banners, sus investigaciones de mercado, sus asociaciones, sus crecimientos, sus slogans? En una nota en la revista Crisis, Diego Vecino dice en la primera línea que “no estamos acostumbrados a analizar la historia del mundo a través de la historia de las corporaciones” y con esa afirmación señala toda una cofradía de ideas que aparecen en nuestras vidas y que jamás nos pusimos a indagar.

A fines del 2015 Hernán Vanoli publicó mediante la editorial Penguin Randon House su tercera novela titulada Cataratas: un compendio de 453 páginas que elaborado un recorrido por los más diversos engranajes de un futuro cercano donde el capitalismo y su maquinaria de producción ha avanzado a niveles mayores. Empresas como Google, Monsanto, Electroingeniería y Starbucks se asoman como elementos claves de un paisaje que parece estar a apenas unos pocos días de distancia si es que apretamos un poco más fuerte el acelerador. En la novela, las nuevas tecnologías han avanzado hacia los lugares que uno intuye que pueden avanzar: transformarse en adhesiones naturales a nuestro cuerpo y pergeñar una indigna explotación de los recursos naturales a cambio de ese bien preciado que la humanidad desea sin escrúpulos: confort.

La novela tiene varias lecturas y sería injusto abordarla unilateralmente. No sólo habla del capitalismo y su expansión hacia pueblos remotos actualmente desabastecidos sino que elabora un universo complejo de ideas y cosmovisiones de mundo. Con una densidad que no abunda en la literatura local y que se puede encontrar, por citar ejemplos medianamente recientes, en Lumbre de Hernán Ronsino, Hospital Posadas de Jorge Consiglio o El vampiro argentino de Juan Terranova, Vanoli elabora punzantes reflexiones sobre el turismo, la infidelidad, internet, la mutación, los atentados terroristas y un extenso itinerario que incluye desde una conspiración para devolver las Islas Malvinas con simulación actoral y set de filmación hasta la mutación de los seres humanos (producto de una enfermedad que inyectan los miembros del grupo terrorista El Surubí) en extrañas criaturas similares a babosas o caracoles.

Quizás el punto más interesante, y que no deja de ser anecdótico en la historia completa, es la presencia de lo que el autor llama Google Iris: una especie de Facebook totalizador y navegador con perfiles que permiten mostrar los sentimientos donde su botón -concepto añejo, muy siglo XX- está en la uña. Además, los pagos se realizan desde un débito ocular y existe una red social donde se comentan ironías y pseudointelectualidades que no se llama Twitter, sino Mao.

«Cataratas» de Hernán Vanoli

Una historia de becarios

¿Qué significa ser becario del CONICET? El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas es un organismo que se forma de licenciados, doctores y magísteres que investigan una problemática específica. Como buen intelectual, se encuentra frente a una disyuntiva que tiene que ver con los resultados de sus investigaciones y el rédito que reciben al respecto. En la novela, un grupo de becarios viaja a Misiones a un congreso como forma de exponer sus avances teóricos y hacer algo de turismo selvático. “Ser becario es vivir con un plan B permanente”, dice uno de ellos porque sabe que esa carrera ascendente hacia las altas cúpulas del organismo no es para siempre. Todo puede trastabillar, pero mientras tanto hay un autocomplacencia: “Vivís la fantasía de ser un escritor profesional, te pagan por investigar lo que te gusta”.

“Como la burocracia, la experiencia académica se basa en el mito de la colaboración pero se alimenta de la competencia por la comodidad”, se lee después: una lanza filosa en la carne de los estudios sociales. ¿Acaso un becario es alguien que sirve a la sociedad, al país, a la Nación o es un estudiante crónico prendido a la teta del Estado a cambio de tesis más o menos interesantes sobre temas más o menos interesantes? Escrita bastante antes de los recortes presupuestarios que el Gobierno macrista le propinó al CONICET a principios de 2016, la novela funciona como crítica premonitoria. Luego, como la lógica pendular que predomina en los Estados latinoamericanos que va del populismo más estatista al individualismo más neoliberal, llegó el ajuste. En este sentido, Cataratas cumplió su mandato como objeto artístico de vanguardia: señalar una problemática antes de que estalle.

Apocalipsis

¿Y si el peor final es que no exista un final? El teólogo cristiano Thomas F. Heinze, en un texto donde discute con los Testigos de Jehová, asegura que sí existe el apocalipsis eterno con una cita bíblica: “Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 20:10). Desde luego que imaginar el fin de los tiempos entrecruza ideas metafísicas con mundos ficticios pero en Cataratas el apocalipsis es justamente peor: un mundo que no se detiene, que continúa, que arrasa los recursos naturales, que aumenta la brecha social (ojo: los pobres tienen como derecho el blanqueo de dientes), que las transnacionales crecen, que la corrupción y la vigilancia aumentan desproporcionadamente. Cuando en El caballero de la noche, Alfred el mayordomo le dice a Batman la famosa frase «Hay hombres que sólo quieren ver el mundo arder» se refería, no sólo al Guasón, sino también a lo que representa: la conciencia de un mundo que, pese a las explosiones constantes, jamás explotará definitivamente. El fin del mundo tal vez sea esto: mercado, contaminación, terrorismo, vigilancia… el mundo ardiendo eternamente.

Pero aquí aparece un elemento clave: ¿cuáles son los avances científicos en materia de química y biotecnología que hacen del planeta un lugar más sofisticado, dispuesto a explosiones más extrñas? La novela presenta su quiebre cuando uno de los becarios (el director, Ignacio Rucci, una suerte de Horacio González trepador y ambicioso) intenta vender una droga que habilitaba mutaciones y que sería utilizada como municiones para exterminar cualquier tipo de amenaza, desde esquistosomiáticos (la enfermedad que acecha a la población) hasta guerrillas del narcotráfico. De esta exótica sustancia se desprenden posibilidades que tienen que ver con la sojización extrema y diversas variantes de productos químicos para la explotación natural. Por otro lado, la figura arquetípica de la ciencia ficción está en el reino animal: las palomas con alas de mosca y hocico de gato son moneda corriente tanto en Buenos Aires como en las diversas provincias. Caminan entre los humanos, comen las sobras, las heces, los cadáveres y forman parte de un paisaje corroído por las represas hidroeléctricas que contaminan a mansalva los ríos donde nadan caracoles gigantes y bolas de electricidad capaces de electrocutar, si el azar lo permite, a cualquier nadador intrépido.

Internet y vigilancia

Si la nueva forma que adquiere la Era del Conocimiento es, como sugiere el filósofo Byung-Chul Han, que “la transparencia recíproca sólo puede lograrse por la vigilancia permanente, que asume una forma siempre excesiva”, estamos frente a un callejón sin salida o, peor aún, una autopista con cientos de carriles, todos ellos filmados de forma cenital. El panóptico del que hablaba Michel Foucault se complejizó, tomó nuevas herramientas de control y vigilancia, y borró la línea que separa lo público de lo privado. ¿Alcanza con proteger nuestras cuentas en las redes sociales, cuidar las contraseñas de mails, cancelar la opción de ver la ubicación de nuestro celular? Cataratas va un paso más allá y elabora un escenario denso y siniestro donde los personajes se mueven sabiendo que todo queda registrado. ¿Por quién? ¿Por el Estado? ¿Por hackers pedófilos y ladrones? ¿Por operarios tercerizados que responden a compañías de internet? ¿Por los departamentos de marketing de empresas comerciales? ¿Por cámaras de vigilancia de empleados municipales precarizados? “Muchas palomas moscas son en realidad drones de vigilancia”, sugiere uno de los personajes antes de ametrallar la bandada que los persigue.

Entre las sutilezas que Vanoli coloca en el mapeo general de esta narración se encuentra un detalle que condensa todo un paradigma. Con frecuencia aparece el concepto de expresión facial para designar la forma que adquieren los rostros para demostrar sus sentimientos o falsearlos. Esta recurrencia habla de la problemática de la proximidad -ese juego que se ha modificado con el avance de las nuevas tecnologías y que Ingrid Sarchman llamó la ficción de la comunicación total– donde esas pistas gestuales que nos envía el cuerpo físico del otro se vuelven fundamentales para comprender sus intenciones en un mundo donde parece escasear el contacto face to face. Para contrarrestar el artificio, en la novela se describen con minuciosidad la profundidad de las miradas, el mundo detrás de las sonrisas, los afluentes que se ramifican a partir de los miedos y las amarguras, como una suerte de arqueología de la humanidad. ¿Y dónde quedan las relaciones interpersonales? “El desfase entre las formas establecidas de lo sentimental con las posibilidades abiertas por la vida digital es violento y definitivo”, dice el autor para comprender que con la aparición de las nuevas tecnologías no sólo cambió el mundo sino que también cambiamos nosotros. Hay que aceptarlo y continuar.

 

Cataratas
Hernán Vanoli
(2015)
Penguin Randon House
453 páginas

 

 

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Comentarios

'One Response to “El mundo arder”'
  1. […] y ser nouvelles. La decisión de no engordarlos puede que tenga que ver con su trabajo previo, Cataratas: una novela extensa, distópica y delirante como un mutante. Con su prosa entramada e inclusiva con […]