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Por Diego Fernández Pais
Hace cuatro años que doy talleres literarios y más que por el dinero, casi siempre escaso, en realidad lo hago porque me permite leer sin culpa, es decir: sin sentir que pierdo el tiempo. Tuve que pasar por sendos centros culturales, incluso por los claustros de universidades prestigiosas, para finalmente poder desembarcar en mi propia casa.
Si bien en un principio me parecía prioritario enseñar ejercicios de escritura creativa, la experiencia me ha convencido de que no está en condiciones de aprender a escribir quien antes no ha aprendido a leer como corresponde; de modo que ahora los cursos que dicto consisten, por lo general, en la lectura de un libro que luego comentamos los miércoles por la tarde, en nuestra única reunión de la semana.
Con muy buena concurrencia, este año empezamos temprano, alrededor del siete de febrero, y ya llevamos leída una decena de libros, por caso: El salto de papá, de Martín Sivak; Literatura y otros cuentos, de Martín Rejtman; Teoría King Kong, de Virginie Despentes; Egotrip, de Germán Maggiori; La soledad era esto, de Juan José Millás; etc., etc., etc. Los compañeros cada tanto insisten en que publique reseñas de cada uno de esos textos, pero es raro que gratuitamente sienta la necesidad de hacerlo.
La última novela que leímos, en cambio, me ha sacado del letargo y me ha obligado a por lo menos intentar escribir estos apuntes, que todavía no sé muy bien si decantarán en una reseña o en un artículo. Por el contrario, de lo que sí estoy seguro es de que No ficción de Alberto Fuguet es el libro que, en una época de sana apatía literaria como ésta, me hubiera gustado escribir a mí. Así como a él le hubiera gustado –sin ningún lugar a dudas– escribir El beso de la mujer araña de Manuel Puig.
La única diferencia es que él, con el tremendo éxito de su penúltima novela, en cierta manera ya lo ha hecho.
McOndo
Tomé nota de la existencia de Alberto Fuguet durante los años mozos de mi adolescencia tardía, cuando aún me encontraba en la búsqueda de referentes literarios. Y daba la casualidad de que este chileno: 1) tenía la misma edad que mi padre, 2) era un narrador de los años ’90, mi década preferida y 3) era un titulador de la ostia. Por ejemplo, nunca me voy a olvidar del irremediable efecto de atracción que me produjeron sus dos primeros títulos: Sobredosis y Mala onda; creo no exagerar si digo que ambos, desafortunadamente, marcaron el destino de mi vida.
En aquel momento, si es que no lo soy todavía, yo era eso que Macedonio Fernández llama un «lector de vidriera», esto es: alguien que se conforma con leer los títulos de los libros en una librería. Pero luego pasé a ser eso que Ignacio Braulio Anzoátegui llama un «lector lombrosiano»: alguien que se conforma con ver la cara y oír hablar al autor de un libro, digamos. Y Fuguet de nuevo aprobó el examen.
La auténtica curiosidad intelectual por su obra, sin embargo, se produjo recién cuando me enteré de que tras caer en la típica tentación de los escritores de moda, había intentado fundar una nueva corriente literaria en América Latina, corriente literaria a la que con tanta astucia como ironía había dado en llamar McOndo.
Era un movimiento generacional que se proponía barrer con el realismo mágico e instalar definitivamente un realismo urbano plagado de referencias a la cultura pop, fruto de su prolongada residencia en los Estados Unidos. Por fin surgía en el subcontinente un escritor que más que de derecha era un capitalista en el sentido estricto de la palabra y que, mientras sus colegas armaban las maletas para irse, había vuelto a vivir a su país en el año 1975, quizá el más oscuro de la larga noche pinochetista. Previsible resultaba que el único argentino invitado a asociarse a su club haya sido el ahora exiliado Rodrigo Fresán. Con esos antecedentes, inmediatamente se ganó mi más absoluta admiración; como si de una serendipia se tratara, de repente constituía todo lo que yo tanto había buscado.
Tiempo después leí su tanguera Tinta roja, una crónica periodística con visos de policial que me apagó un poco el entusiasmo. Supe entonces que procuraba convertirse en director de cine y, antes de que estrenara Se arrienda, le perdí el rastro.
Hueones, picos, pitos y minos
Las publicaciones bajo el sello editorial Alfaguara –acompañadas siempre de elogiosas palabras de un Fogwill ya gagá– se sucedían, pero en aquel momento otro tipo de literatura insumía mis horas, de suerte que no conseguía volver a darle una chance. Vi pasar los ejemplares de Cortos y de Missing (una investigación) como un adicto recuperado mira pasar los papeles de cocaína: en lugar de sin ganas, con algo de vergüenza.
Pareciera que algo similar le sucedió a él, porque entre 2010 y 2015, tal como se puede constatar en su entrada de Wikipedia, abandonó la narrativa y se limitó a publicar unos papers académicos en la Universidad Diego Portales. Empero lo cierto es que, con bajo perfil, desde las sombras urdía su regreso triunfal a través de las ediciones de Random House Mondadori.
Hace dos años que No ficción vio la luz en Buenos Aires. Se trata de una novela muy cortita –ciento setenta y cuatro páginas– que, según la contratapa, cuenta la historia de dos cuarentones que se reúnen en el estrecho departamento de uno de ellos, durante una calurosa tarde santiaguina, a ajustar cuentas con una pasada relación homosexual que quizás nunca lo fue del todo.
Lo dicho, en principio, bastaría para justificar el título de este comentario, pero las similitudes del texto con El beso de la mujer araña van más allá del contenido y llegan hasta lo formal. Como en la novela de Manuel Puig, en No ficción tampoco hay voz narrativa. Como en la novela de Manuel Puig, también, sólo hay diálogo, puro diálogo. Un diálogo pulido y muy bien pausado que la convierte en otra genial obra de teatro en busca de alguien que la adapte. (En tal caso la trama ya no se desenvolvería en una celda de la prisión, sino en un diminuto monoambiente, y de los chismes cinematográficos pasaríamos al «cotilleo literario».) Ahora bien, a diferencia de aquélla, escrita en la era predigital, en ésta en vez de cartas de amor en bastardillas hay un mail en Times New Roman y un breve paneo del inmueble en segunda persona.
Para ser equitativo, debo agregar que otro punto que las distingue es el abordaje que se hace de la temática gay, claramente actualizado por Fuguet. En El beso de la mujer araña el maraca asumido, Valentín, era pasivo y afeminado, en cambio en No ficción a dicho rol lo juega el que no se anima a concretar y pasar al siguiente nivel. Un triunfo rotundo del lobby.
La novela lleva epígrafe de Javiera Mena («Imposible llegar / Ahondar en ti») y desde la primera línea está regada de localismos como: «hueón» (vbg. boludo), «pico» (vbg. pito), «pito» (vbg. porro) y «mino» (vbg. puto). También se le escapan algunos «perrito» y «zorrón», un poco más indescifrables si no intraducibles. Los personajes, entre tanto, para hacerle honor al título, de nuevo el título, están evidentemente inspirados en la realidad: Aléx por Alberto (cineasta y director de cine) y Renzo por Fernando García R. (lector y ayudante de director), a quien le dedica el libro.
El autor se pone como meta narrar lo inenarrable, esta nada misma que vendría a ser la no-relación homosexual entre los personajes, y sale airoso. Logra crear un relato cuya intriga es capaz de excitar tanto a una mujer como a un heterosexual, toda vez que no resulta difícil reemplazar a la figura del reprimido (Renzo) por la de una minita histérica que dice sí pero no.
Encima, en las que probablemente sean las mejores páginas del libro, Alberto Fuguet combina ese tipo de reflexiones con sus ya consabidos chistes en torno a los autores del boom. A modo de muestra, valdría la pena citar el siguiente pasaje:
–No me parece un fracaso que alguien se caliente un poco. Igual es difícil que suceda. A mí casi nunca me sucede. Me acuerdo de que me pajeé cuando chico leyendo «Día domingo» de Vargas Llosa.
–Gran cuento.
–Uno de los grandes cuentos homoeróticos latinoamericanos, sí. Dos enemigos se meten desnudos al mar y se rozan y…
–¿Te pajeaste con ese cuento? Ahora entiendo más.
–Y con Historia de Mayta.
–Ese es medio hot, sí. Gay, pero hot.
–Vargas Llosa es super gay; es mucho más horny que Gabo. Le gusta la onda entre minos. Todo su mundo al final son minos.
–… y milicos.
–Cierto. Déjame sacar mi libreta. Espera.»
Y que no se diga más al respecto, para evitar el spoiler.
Grindr
Un año después de No ficción, también publicada por Random House Mondadori, ha llegado a la Argentina Sudor, la última novela del autor trasandino. Aunque él asegura que con Mala onda los críticos ya lo habían sacado del clóset a la fuerza, con este tándem de narraciones ratifica que, si antes no se la comía, por los menos llevaba los cubiertos en el bolsillo. Y yo lo aplaudo porque, como decía el maduro Vladimir Nabokov: «Literariamente, mis preferencias son homosexuales».
La historia va de nuevo sobre un escritor puto que tiene un hijo al que no le da bola y que se la pasa de gira con motivo de la presentación de su última novela. Es asimismo habitué de los boliches de la cota mil y adicto al Grindr, el Tinder de los tragasables. La edición supera las seiscientas páginas y cuesta alrededor de setecientos pesos.
Si es verdad que la recuperación definitiva no es posible sin una leve recaída, probablemente se trate de mi próxima lectura.
Etiquetas: Alberto Fuguet, Diego Fernández Pais, Manuel Puig
[…] les encantó. Dio tanta tela para cortar que, al poco tiempo, redactaste un artículo titulado “Alberto Fuguet, autor de El beso de la mujer araña”, artículo en el cual, debido a su poder adictivo, comparabas a su […]