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Por Bárbara Pistoia
«La mayoría de los críticos de jazz han sido americanos blancos, mientras que los músicos más importantes no. Esto puede parecerle a mucha gente una realidad más o menos simple, o al menos una realidad perfectamente explicable en los términos de la historia social y cultural de la sociedad norteamericana», escribía Amiri Baraka —crítico, filósofo, poeta, activista— en 1963 en su artículo El jazz y la crítica blanca, un texto ya clásico, que forma parte del indispensable Black Music. Free jazz y conciencia negra 1959-1967 (Caja Negra Editora, con ediciones en el 2013 y en el 2018) en donde lleva a la crítica musical a otro nivel, amalgamándola —sin escatimar aliento— con lo político y cultural, comulgándola con el documentalismo y sometiéndonos a una exhibición de escritura dedicada y delicada, fluida en una sensualidad que no le teme al lado oscuro de la historia ni de los perfiles que ofrece. Y agregaba: «[Ésto] resulta obvio porque hay apenas 2 o 3 críticos o escritores negros que se ocupan del jazz, si uno entiende que hasta hace relativamente poco los negros que podrían haber sido críticos, aquellos provenientes de la clase media, no se interesaron por la música. O al menos por el jazz, que para la clase media negra solo ha perdido algo de su estigma recientemente, aunque por supuesto todavía no es tan popular como cualquier insípido producto musical sancionado por el gusto de la mayoría blanca.»
Mientras miraba Hip Hop Evolution en Netflix, la serie-documental de la productora canadiense Banger Films, las conclusiones manifiestas en ese artículo de Baraka hacían eco, una y otra vez. No importa que hable de jazz y de crítica; el valor político y la fuerza cultural de cada una de las palabras que elige el escritor para comunicar empuja los límites, toca todos y cada uno de los planos por donde pasa la cultura y funciona sobre ellos con la misma profundidad, dureza y claridad.
Aunque la cara del programa no es un blanco, es imposible no escaparle a la sensación de que está ahí sólo por la corrección política de no elegir a un blanco, incluso, un blanco escuela Rick Rubin sería incuestionable. El camino argumental que ofrece HHE es tan predecible que —si se está familiarizado con la cultura hip hop y/o con la historia afroamericana— lo único que logra es disparar todos los planteos que quisieron evitar, y, a su vez, repensarlos sobre la comercialización y la difusión del caudal cultural, para más, no cualquier comercialización (Netflix), no cualquier caudal cultural (afroamericano) y en un escenario político que cabalga como puede sobre el “Make America Great Again”, expresión que no disimula su añoranza a un pasado al que sólo un afroamericano que lo desconozca (o que ya esté salvado económica y mediáticamente, pero no de la ignorancia) puede reconocer como un buen lugar para volver.
HHE realiza un trabajo limpio y monótono sobre un movimiento popular y transformador, sucio, caótico, intenso y magnético. Y, en realidad, cualquier movimiento que surja de los corazones sociales (¿hay otra forma de surgimiento de los movimientos?) es transformador, sucio, caótico e intenso, y sus fuerzas originarias nunca son ajenas a lo político.
Con una muy buena recopilación de registros audiovisuales y fotografías de alta calidad (que dicen mucho más de lo que se escucha de parte de los entrevistados, o, conociendo los discursos habituales de algunos de ellos, de los recortes que eligieron poner), con una categorización de los protagonistas tendenciosa (y en algunos casos caprichosa y conformista), con ausencias importantes (tanto de entrevistados como de momentos y contenidos), el anfitrión Shad Kabango, un MC canadiense con espíritu TED y ansioso de que sepamos que es un MC, deambula por los distritos de la misma manera que deambula en las conversaciones.
“Empecé a escuchar hip hop en los ’90” dice Kabango en su presentación; según él, esa década se caracteriza por Biggie, Common y Eminem. Esa línea introductoria podría ser una expresión más, pero a medida que se avanza cobra otro sentido y funciona prácticamente como una declaración de principios, y también es una dirección a contener la relación con el género más que con el movimiento, porque refiere a un rapero de tonos dulces y flow exquisito que llevó su sonido hacia lo comercial y forzó, desde ahí, un mensaje de positivismo, a un rapero más bien espiritual y elegante, y, por último, a un rapero audaz, de rimas agresivas y con un flow contundente que cuando acelera es arrasador, pero blanco.
No es (tan sólo) una cuestión de los tres nombres elegidos, estamos hablando de la década que encontró su fuego sagrado entre The Chronic de Dr. Dre e Illmatic de Nas, casualmente dos de los que no figuran entre los entrevistados, aunque ambos discos tienen su momento con menor y mayor atención, respectivamente. La ausencia de ambos en este tramo es, definitivamente, toda una declaración. Por suerte, también disponible en Netflix, existe el genial The Defiant Ones, un documental integral y carnal, emotivo y atrapante, al que le alcanzan cuatro capítulos para llevarnos por un viaje político y cultural a fondo e impredecible, aun para los que conocen los acontecimientos que se van sucediendo, y en el que nos damos el gusto de escuchar a Dre, protagonista junto a Jimmy Iovine, con sus luces y sombras, y a Nas, que desde su perfil de invitado se anima a sentenciar que The Chronic cambió el mundo y Snoop Dogg —otro de los ausentes en HHE— le puso la firma a ese nuevo mundo.
Dejando más que abierta la puerta hacia una tercera temporada, dándole la última palabra y ese pase a Diddy, lo que también es una declaración por sí misma, HHE sigue al pie de la letra todas las condiciones que USA adora a la hora de hablar de la cultura afroamericana: atravesar lo afro como un pasaje inevitable y no con el volumen de lo sustancial, o sea, “desafricar” lo afroamericano lo más que se pueda, porque, de lo contrario, el contenido político no aparecería como un accesorio, más bien sería central. De esta forma, su manera de hablar de cultura y política cae en conceptos consensuados y generales, donde todos —o sea, nadie— son responsables y víctimas al mismo tiempo. Así es como se suceden las ideas de pobreza, racismo, drogas, violencia institucional y pandillera, saqueos, entre otros, como si esos conceptos no tuvieran orígenes ni desarrollo, ni contexto ni intencionalidad, y no hubiera leyes, medidas y decisiones, o sea, como si no hubiera un Estado y no existieran los gobiernos ni los partidos políticos.
La productora canadiense se resigna a ese desarrollo vaciador y al horizonte confuso partiendo de una idea fallida y despolitizadora: buscar un nombre y una dirección exacta para decir “acá comenzó todo”, como si eso fuera posible. Pero, además, como si se les restara importancia a esos nombres fundamentales de las primeras horas por simplemente darles un panorama y ponerlos en diálogo con el resto de los referentes de la cultura negra, de hecho, haciéndolo, se los estaría acomodando a la altura de la historia y no dejándolos sueltos como destellos de una circunstancia.
El origen de cualquier movimiento es imposible de graficar y es en vano, no necesita un “había una vez…”, sino, justamente, el sostén del entramado que lo parió. Creer que el nacimiento del hip hop no está ligado al recorrido del góspel, experiencia y música madre de todas las músicas negras, del blues, soul y del jazz, y, consecuentemente, a sus respectivos climas de época, es pecar de ignorancia e ingenuidad, pero no con inocencia.
Todas las generaciones van tomando lo heredado para vivirlo a su manera, o sea, se apropian de ese legado que de manera irremediable corrompen y transforman para sí, porque su tiempo es hoy. Con todo lo que, además, implica cada tiempo (coyuntura, lenguaje, vocabulario, tecnología, intereses, moda, etcétera). Baraka lo resume así: “Los negros tocaron jazz como en su momento cantaron blues o, aun antes, gritaron cánticos en aquellos campos anónimos, puesto que era una de las pocas áreas de expresión humana a su disposición”.
Las únicas dos líneas de relación que el programa desarrolla más allá del enunciado son con el funk y el disco, por un lado, y con el punk por el otro. La primera la plantean desde lo despectivo, como si, además, funk y disco fueran lo mismo. Es lógico que eso ocurra: la narrativa propuesta carece de identidad política y cultural. En todo caso, son los protagonistas los que pueden chicanear sobre otros géneros, pero no puede ser esa una voz formal, porque tampoco el hip hop sería hip hop si no hubieran estado las músicas y escenarios circundantes e inmediatos. Y la otra es el despliegue que aborda sobre la intimidad entre punk y hip hop, que es fundamental que esté ahí rescatando historias perdidas, pero por cómo se construye el relato a lo largo de las dos temporadas pareciera que el hip hop se hace más fuerte con el punk que con los géneros afroamericanos, o sea, enlazándose con los blancos.
Estas interferencias son consecuentes con esa necesidad de ir hacia algo certero y no abrazar las raíces, porque las raíces siempre son políticas, y se expanden y reproducen, mientras que las certezas siempre son individuales, individualistas y temporales. Por eso, en el mundo estético que propone la productora canadiense prácticamente no existen el New Negro Movement, el Black Art Movement, el Black Power, The Last Poets, el free jazz, etcétera; y asimismo, dejando de lado que el tratamiento que hace sobre Zulu Nation y la indiferencia a Thug Life merecen un capítulo aparte, limita la relación del partido Panteras Negras con el hip hop mientras se regodea con Stop The Violence, un “movimiento” cuyo mayor impacto fue una canción y un video juntando a los raperos más importantes de los años ’80 pidiendo paz.
“Generalmente los críticos se han preocupado primero por la apreciación de la música antes que por entender la actitud que las produjo. Esta diferencia implica que el potencial crítico de jazz solo debía apreciar la música, o lo que él creía que era la música, y no debía entender o preocuparse por las actitudes que la producían, excepto quizás como una consideración sociológica”, continúa reflexionando Baraka. Este planteo se visibiliza obscenamente en la actualidad, donde el comunicador limita la cultura a su mera vivencia, lo que no garantiza, por supuesto, que haya en esa vivencia una experiencia despierta más que la relación en sí con el objeto, el espacio y el entorno directo; o sea, leer un libro no implica que haya una lectura, mirar un cuadro no significa observar una obra, poner un disco no es escuchar lo que la música tiene para decirnos.
¿Cuándo dejamos de ver toda esa masa de factores y efectos, móvil e inmensa, que hacen a la cultura, desde la arquitectura hasta un viaje en transporte público, pasando por los climas, los sabores, las costumbres y tantos etcéteras posibles? ¿En qué momento perdemos de vista cómo esa masa cultural se cuela en lo que hacemos, decimos e interpretamos? ¿O realmente creemos que las influencias y pensamientos son puristas y tenemos una elección controlada sobre ellos? ¿Cómo concientizamos nuestra vinculación con la cultura si no nos dejamos incomodar ni nos reconocemos como sujetos de por sí contradictorios, negociables, pero, sobre todo, y a pesar de nosotros, sociales? ¿Cuál es el punto, entonces, en donde se deja de pensar a la crítica como otra forma de documentar y a documentar como otra forma de crítica? En definitiva, el comunicador siempre está documentando una época, directa o indirectamente. Comunicar, entonces, nunca es no político, pero, sobre todo, nunca es inocente y gratuito.
Por eso, muchas de las respuestas a esas preguntas elaboran el mapa de comodidad y beneficios que exponen a la crítica cultural en la superficie fugaz donde mayoritariamente se la deja. En ese microsistema de confort es que lo masivo se confunde con lo popular y las representaciones (sociales, culturales, políticas) nunca son vistas como desprendimientos de las realidades coyunturales, justamente porque ven a la cultura como consecuencia de la voz propia y no como la causa de esa voz, la viven como un acto propio, como un momento íntimo o entre unos pocos pares que mantienen sus relatos (y egos) a salvo de cualquier temblor, haciendo que el discurso cultural sea, finalmente, ordenado, purista, con esa rebeldía que el sistema ama y la velocidad actual necesita, o sea, haciendo que el discurso cultural se vuelva desculturizado.
Y esa lógica obediente es la que, justamente, Amiri Baraka, como tantos otros colegas y actores fundamentales contemporáneos, quería romper, pero no desde el lugar de rebelde sin causa anhelando cosechar polémicas y haters, sino por pura capacidad y necesidad de organización. Es en la urgencia por sus vidas, en sus luchas plenas por garantizar los derechos humanos y civiles básicos que encontramos el florecimiento cultural de la comunidad negra, y HHE salta por completo esta concepción, a tal punto que le dedica un episodio específico al hip hop con causa, como si el resto fuera simplemente un logro prefabricado, y, por ende, ocasional.
La extensa lista de fallidos y de información edulcorada, la incapacidad por relacionar e integrar y el no deseo de generar contrastes afectan definitivamente el curso de los hechos y el relato total, pero, sobre todo, dispersan la fuerza y el valor que llevó al hip hop a ser considerado revolucionario. Baraka creía que en estos casos hay una razón esencial, y es que la crítica sirve en muchas ocasiones “meramente para confundir lo que realmente estaba ocurriendo con la música misma”, y lo ve lógico considerando que, por lo general, la crítica, es llevada adelante por una audacia bastante particular, la audacia de las juventudes aburguesadas.
Esto no quiere decir que un blanco no pueda opinar sobre lo que hacen los negros, ni es una caza de brujas hacia la clase media o alta, ya sea negra o blanca, esto apunta al cuerpo, primero como pálpito de la personalidad propia y luego como puente hacia los otros cuerpos construyendo comunidad: “La música de los negros es esencialmente la expresión de una actitud, o una colección de actitudes, acerca del mundo, y solo secundariamente sobre el modo de hacer música. El músico de jazz blanco entendió esta actitud como un modo de hacer música, y la intensidad de este entendimiento produjo a los grandes músicos de jazz blanco, y los sigue produciendo”.
Por lo que el grito en el cielo barakeano es para que quienes tomen la palabra y/o para quienes se carguen con la misión de divulgación cultural lo hagan con una responsabilidad viva, o sea, de riesgos, porque quien toma ese camino no puede quedar impoluto frente a los ojos de su público, y si es así, “¿para qué existen?”. Más allá de lo retórico, su pregunta no es tan sólo un remate irónico, es una flecha que señala otra de las maneras de alimentar el insoportable orden establecido.
Etiquetas: Amiri Baraka, Barbara Pistoia, Hip hop, Hip Hop Evolution, Shad Kabango
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