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24-10-2019 Notas

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Por Luciano Sáliche

Nota publicada en Contratapa en noviembre de 2016

Hay una entrevista donde Mauricio Macri cuenta por qué se sacó el bigote. En la opinión pública las respuestas tienden a bifurcarse en un abanico de posibilidades y suposiciones que dicen más de quien las imagina que de lo que realmente sucedió. El relato fue predecible: sus parejas no aprobaban que se lo quitara hasta que Juliana Awada le dio el ok dejando en claro que la decisión tuvo más que ver con un episodio cotidiano e íntimo que una apuesta política y comunicacional. Extraordinariamente desideologizado, Mauricio Macri sabe personalizar ese concepto que sólo puede ser positivo en una persona de su edad y status social: canchero. Con palabras breves y concretas —que muchas veces dejan en evidencia las falencias de su oratoria— y una pose coacheada que utiliza todo su equipo de Gobierno —CEOs de compañías y ONGs que vuelcan al Estado sus aptitudes y actitudes empresariales como quien adapta su maleabilidad social a nuevas amistades— Macri se expresa sin confrontar, sin irritar, caminando en puntas de pie sobre la línea que separa la buena onda del ridículo, construyendo meticulosamente una imagen sin mostrar esa meticulosidad. 

Pero, ¿cuál es la ideología del macrismo? ¿Se pueden carecer de identidad política y del anclaje consciente en la historia? ¿Hasta qué punto ese maridaje naif y optimista puede ser la respuesta justa para cada problemática social? Lo primero que hay que destacar es lo que decía Louis Althusser, que la función de la ideología es autosuprimirse y ocultarse, con lo cual esa pantalla premeditada tiene que ver con no mostrar lo que realmente es el PRO y que Fernando Rosso definió como lo más neoliberal posible que la relación de fuerzas le permite. Entonces, si decididamente el macrismo, hoy en el poder con la identidad del frente Cambiemos, necesita articular una serie de elementos para no exponerse al debate ideológico, ¿cuáles son? ¿Cómo logra y ha logrado generar un inagotable caudal de votos en una sociedad que se autopercibe como profundamente politizada?

Detrás de escena

Cuando Mauricio Macri lanzó su campaña a Jefe de Gobierno en 2007 su bigote era mínimo, rebajado, casi imperceptible. Era la segunda chance tras perder en 2003 frente a Aníbal Ibarra por ballotage. Eligió hacerlo en febrero, mientras transitaba su segundo año en la Cámara de Diputados, desde Villa Lugano —punto neurálgico de la pobreza en Buenos Aires— arriba de una tarima de madera, elemento cotidiano para un ingeniero civil de la UCA que ha sabido caminar por las diferentes obras en construcción que ha hecho con las empresas del Grupo Macri —Sideco Americana, Creaurban, IECSA, etc.— con un casco amarillo cuando su bigote sí era prominente. En la foto de aquel momento, Macri luce como siempre: pantalón de vestir negro y camisa lisa con el segundo botón desprendido. Con la mano derecha toma el micrófono inalámbrico con el que le habla a todo el barrio y con la izquierda abraza a una nena de alrededor de 10 años que tiene una remera que dice que ama este país. 

El detrás de escena del lanzamiento de campaña de Mauricio Macri a Jefe de Gobierno en 2007

Todo espectáculo tiene su contracara. Si nos alejamos de la escena y salimos de ese trance entre el espectador y el interlocutor que Francesco Casetti llamó “los ojos en los ojos” hay algo más, que se puede ver al mostrar lo que en el teatro se denomina cuarta pared, un contexto desespectacularizado, un plano cotidiano y real con los artificios develados. ¿Qué hay en esos puntos ciegos donde la cámara que enfoca al dirigente en pleno acto político no llega? Mucho más que simbología: cintas que mantienen la distancia entre los ciudadanos y el político con sus respectivas escenografías, detrás de estos las casillas, detrás de este la basura. Ese avistaje social hacia el interior de la realpolitik macrista deja en claro que su forma de construirse ya estaba presente en sus inicios, primero como germinador del Frente Compromiso para el Cambio en 2003 cuando diferentes partidos apoyaron su primera candidatura, luego simplemente como Compromiso para el Cambio en 2005 hasta cambiar su nombre a Propuesta Republicana en 2008 y conformar Cambiemos en 2015.

Desde aquel entonces hasta nuestros días, el macrismo ha sido coherente con su línea de acción, detalle que la mismísima Cristina Fernández de Kirchner destacó, aunque no precisamente con connotaciones positivas. Una coherencia que es bien recibida por aquellos votantes que encuentran en Mauricio Macri un tótem para la identificación. Optimista, rico, exitoso, casado, con hijos, familiero, deportista, un hombre sin militancia partidaria que viene de “otro palo”, del poder económico, con una sonrisa sin demasiadas exageraciones y una promesa de augurio que se define con una intención clara: la de ordenar un país que, atestado por colectivos de reivindicaciones sociales, ahora comienza a volcarse en las más despolitizadas individuaciones. A ese interlocutor le habla el PRO, un sujeto social que se identifica a sí mismo con términos como vecino o ciudadano, y en esa relación lejana y casi abstracta con el Estado es que se construye su modelo social, como una promesa pacífica de tolerancia y prosperidad, pero ¿a consta de qué? 

¿Quién tiene el poder?

Si el poder no está, como dice Michel Foucault, en instituciones y personas específicas, sino en las relaciones contradictorias y desiguales que a partir de ellas se generan, entonces hay que pensar la política macrista en dos vertientes: por un lado, más ligado a lo subterráneo, como una construcción de lazos intersectoriales, y por otro, más visible, como la elaboración de una imagen fresca y tranquilizadora, una imagen en la que pueda decodificarse sin mayores esfuerzos las esperanzas individuales y colectivas que poseen los ciudadanos arquetípicos, una imagen que pueda ser exhibida y desarrollada en los medios masivos de comunicación con la televisión y las redes sociales como dispositivos privilegiados. Lejos de poseer la capacidad de convocatoria de los populismos latinoamericanos, con sus respectivos y elaborados relatos ideológicos, el macrismo busca objetivos tan nimios y concretos a la vez, como generar tranquilidad y confianza en medio de una sociedad que se devora día a día. Para ello apuesta —así lo hizo desde que contrató en 2005 al publicista Ernesto Savaglio y al asesor de imagen Jaime Durán Barba— a una visibilidad meticulosa que al aparecer en escena no dañe ni altere, entendiendo muy bien aquello que Frank Underwood decía en House of Cards: «No somos nada más ni nada menos que lo que escogemos revelar de nosotros».

Una apariencia que estetiza pero encubre, que alivia pero oculta, una política del maquillaje es lo que lleva a cabo el macrismo de una forma casi uniforme, porque no se trata sólo de demagogia, hay algo más. Esta semana, cuando Horacio Rodríguez Larreta, actual Jefe de Gobierno y sucesor directo de Macri, anunció los diez días extra de clases en la Ciudad volvió a aparecer un montaje, aunque el término fue “puesta en escena”, según denunciaron los docentes de la escuela secundaria Comercial 6 de Lugano donde las autoridades habrían llevado alumnos de otro colegio para realizar el acto institucional. Una gota más en la pintura amarilla del maquillaje que encuentra —muchos lo sabrán— en las rejas que abarrotan las plazas de toda Buenos Aires su simbolismo más grande: una salida rápida y cosmética cuyo objetivo es que las personas sin techo no duerman allí, logrando mantener “el orden” y evitando solucionar el problema de fondo, la creciente pobreza en la metrópolis porteña.

El famoso viaje en colectivo del PRO en Pilar

Pero esa forma de hacer política es filosa, porque puede desarmarse en un segundo si los engranajes del espectáculo no están bien ajustados. Tal es así que en septiembre de este año Casa Rosada informó que «el presidente Mauricio Macri compartió un viaje en colectivo con vecinos del municipio de Pilar y les explicó detalles del plan del Gobierno nacional para mejorar los principales corredores viales en el conurbano bonaerense, que beneficiará a más de 870 mil usuarios del transporte público». En las fotos, el líder PRO está charlando atentamente con los pasajeros, incluso se lo ve parado en medio del bondi lleno con las manos en los caños intentando mantener el equilibrio junto a Guillermo Dietrich —el Ministro de Transporte de la Nación sonriendo de sobremanera al fondo— como parte de la performance que, según se develó después a través de las redes sociales, había sido montada como un set de fotografía. El bondi no estaba en una parada ni en una terminal sino en un descampado y los usuarios no eran otra cosa que extras.

No se trata de producciones específicas, es un modus operandi el de hacer de las encuestas, el marketing y la publicidad las banderas de sus campañas permanentes. El anecdotario es largo pero se puede graficar con una serie de números. En 2010, cuando el PRO estaba en la Ciudad, gastó en publicidad 154,7 millones de pesos, un 0,81% de su presupuesto total, cerca del doble de lo que ejecutaba la Nación en este rubro. Sin embargo cuatro años después la cifra se volvió más que relevante: 338,9 millones de pesos. Quienes caminen seguido por Buenos Aires pueden apreciar las tonalidades amarillas que maquillan el paisaje grisáceo y desvencijado. ¿Qué significa esto? En épocas de hiperconectividad y plataformas digitales novedosas, el macrismo ha sabido moverse en los lugares que realmente tenía que hacerlo buscando audiencias nuevas, ese segmento adolescente que empieza a interiorizarse en la política, que usa Snapchat, que disfruta de los memes y que se cuelga con los clips de YouTube que te invitan a “terracear”, pero también junto a las madres post cincuenta que se animan a Facebook e Instagram y a los abuelos que se copan con Skype. 

Amigable con lo que está bien

En este discurso descontracturado y amigado con las ventajas de este capitalismo financiero, la tecnología aparece como una utopía inclusiva que no sólo refuerza y extiende los lazos sociales sino también facilita el siempre tenso encuentro con el mercado a partir de ofertas y promociones de todo tipo. No hay dudas, el macrismo entendió muy bien la época y esta sobreabundancia de expectativas –basta recordar cómo la gobernadora María Eugenia Vidal aprovechó la oleada del #NiUnaMenos para anunciar la adhesión de la provincia al protocolo de aborto no punible y, una vez realizada la marcha denominada “miércoles negro”, anularla–, sin embargo le es inevitable eludir las tensiones del tacto político que, evidentemente, les resulta extraño. A tal punto que la ministra de Desarrollo Social Carolina Stanley presentó sin ningún tipo de ironía el programa “Belleza por un futuro” donde “jóvenes en situación de vulnerabilidad aprenden peluquería y maquillaje”. 

Horacio Rodriguez Larreta frente a los falsos alumnos del Comercial 6 de Lugano

Un largo camino recorrió el macrismo hasta alcanzar la tríada Ciudad-Provincia-Nación –una situación que el mismísimo Ernesto Laclau antes de fallecer pronosticó de imposible– y ser lo que es hoy: la gerencia estatal de la Argentina. Pocos se acuerdan de Francisco de Narváez, Ricardo López Murphy, Felipe Solá, entre tantos otros que estuvieron sentados a la derecha de Macri y luego decidieron cuestionarlo; pocos se acuerdan porque, como dijo Jorge Asís, “todo aquel que enfrentó a Macri quedó despedazado”. Despedazado e inviable políticamente. Pero pese a que el colectivo Cambiemos está parado sobre su liderazgo, su figura de líder no tiene nada que ver con el príncipe de Nicolás Maquiavelo: no posee características épicas ni irradia transgresión y victoria. Por el contrario, su nula participación en debates, su falta de picardía frente a momentos ideologizantes como el Bicentenario de la Independencia y su escape en las confrontaciones con el adversario político lo vuelven una figura amable, esa cualidad que tanto aplauden los que quieren ordenar el caos y tanto abuchean los que quieren caos para instalar un nuevo orden. 

Claro que esta postura puede resultar irritante, a tal punto que cuando se vislumbró la posibilidad de que el Frente para la Victoria quede cara a cara contra Cambiemos en las elecciones de 2015, el kirchnerismo diseñó su plan de acción: pronosticó un ajuste sin graduación –que de hecho está sucediendo– y construyó a su enemigo como un monstruo amarillo que aniquilaría las pretensiones populares. Un grito en el cielo del progresismo. Por su parte, la estrategia del macrismo fue la opuesta: prometer un futuro lleno de tranquilidad y armonía, ese sueño húmedo que todos tenemos –desde el feminismo y su fin del patriacado hasta los futboleros argentinos y el fair play– y que nunca sucederá. Pero le bastó con mucho menos: con buenos planos, un guión entendible, kilos de maquillaje y una idea concreta tras horas de brainstorming comercial, el macrismo armó su imagen acorde a los tiempos del espectáculo. Claro, no siempre resulta efectiva: si uno fuerza la vista los hilos del montaje pueden verse con mayor o menor evidencia. Eso parece ser el macrismo, un montaje a punto de develarse, un zoom a todo ese maquillaje que ya no logra embellecer. ¿Qué sucederá cuando eso pase? Probablemente nada, porque siempre se puede maquillar mejor.


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