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Por Luciano Sáliche
Hace unos días volví a ver Tiempos Modernos, un clásico de la historia del cine que se estrenó en 1936, y fue una experiencia surrealista. Chaplin se divierte en el avance de la revolución industrial. Su cuerpo se mueve, gracioso y tragicómico, como si el humor pudiera calmar la hostilidad de la cadena de montaje. ¿Qué cambios se produjeron ochenta y tantos años después en eso que hoy concebimos como trabajo? Para el marxismo ortodoxo —que lee la obra del filósofo alemán sin el elemento clave de las ciencias sociales: el contexto—, el trabajo es el intercambio entre la acción del hombre y las materias de la naturaleza. Un eufemismo pálido y reseco. La Ideología Alemana, un texto de suma exquisitez intelectual, sugiere que el trabajo es la forma de producir los medios de vida, en el sentido más filosófico del término.
El trabajo es, entonces, la forma que tenemos todos de sobrevivir en este mundo, de abastecer nuestra existencia, de reproducir las condiciones sociales que nos permiten convivir en sociedad. La división internacional del trabajo, la proliferación de nuevas disciplinas y la renovación constante del capitalismo financiero favorecieron la posibilidad de crear diversas formas de trabajar. Sin embargo, ninguna parece minimizar la abulia. En tiempos de crisis económica y precarización laboral, tener un trabajo es un privilegio. ¿Paradoja? Por supuesto. Y la única forma de explicar esa contradicción alienante es con la literatura. Dos novelas publicadas recientemente lo hacen muy bien: El ente (Alto Pogo, 2018) de Luciana Strauss y Fuerza magnética (Tusquets, 2019) de Valentina Vidal.
El arte de la rosca
Nelly está a punto de jubilarse, aunque ella preferiría que no. En este mundo aún analógico, todo depende de un papel: si alguien cambia la fecha de ingreso, podría jubilarse más adelante y seguir trabajando en el ente. Todos en esa bendita oficina estatal están esperando que se vaya para que se empiecen a mover las fichas: pases a planta, cambios de categoría, ingreso de nuevos trabajadores. Por más cariño que se tengan, Rolly —un rosquero adicto a la merca—, Laura —una antropóloga que toma nota para no derrumbarse— y Carla —el sexo como buena carta extorsiva— están esperando la salida de Nelly. Esa es la disputa en El Ente, la novela de Strauss. Es una constelación de actores que se disputan el poder y, mientras sobreviven, buscan escalar. Están los de mantenimiento, la Comisión Interna, los trabajadores nuevos… todos tiran para su lado, negocian y rosquean.
Laura, por ejemplo, “está cansada, harta de suponer, de carburar qué anda haciendo cada uno, con quién rosqueó, con quién se peleó, cómo le afecta a ella, con quien le conviene ser simpática, mostrar un poco las tetas, un poco nomás. Ya fue, hay que sobrevivir y uno uso lo mejor que tiene. La antropología acá no sirve para un carajo”. En ese hastío, la novela descomprime la tensión con pasajes surrealistas más que interesantes. Por ejemplo, en el cajón del escritorio de Nelly hay un submundo. Nelly es “la bruja”, tira las cartas, pesca energías, horoscopea y se zambulle en su cajón para conversar con “las entes”. Además, bajo el edifico de este ministerio donde todos trabajan hay una oficina a la que apodaron el Infierno. Bajar allí es una experiencia dramática y peligrosa.
Épica y supervivencia
Envuelta en una bata floreada, acostada sobre una camilla, Alina cruza los pasillos de una clínica privada mirando el techo. Está en tratamiento oncológico. El lugar le es conocido: aquí trabaja y aquí también se atiende. Alina tiene una amiga, tal vez mejor amiga, que también trabaja en la clínica. Se llama Jimena y, mientras la acompaña e intenta que no se desmorone anímicamente, observa con detenimiento las transformaciones que suceden en su ámbito laboral. El inminente cambio de directorio amenaza con borrar de un plumazo una cantidad importante de puestos de trabajo. El fantasma de los despidos. Así empieza a desarrollarse Fuerza magnética, una novela de capítulos breves, varios personajes y trama galopante. Se lee con tal voracidad que es probable que quien comience a leerla con atención la acabe en apenas unos días.
¿Cómo se moverán los jugadores en este escenario precarizante? ¿Quién será el encargado de señalar con el dedo a los que se deberán quedar afuera? ¿Quién firmará los papeles y guardará silencio cuando se recorten los medicamentos oncológicos? ¿Quién grabará los debates que se realizan en la asamblea de los trabajadores para luego mostrárselos a los nuevos jefes? ¿Puede florecer el amor, el sexo, la amistad, el compañerismo en un suelo tan árido y angustiante? Esas preguntas atraviesan la novela de Valentina Vidal. Entre los personajes hay una joven doctora que está haciendo su residencia en la clínica. En ella, el sexo y la masturbación son los pequeños escapes que le permiten descomprimir la hostilidad a la cual es sometida.
“La naturaleza del circuito autoinmune: subsistir”, escribe Vidal. En algún punto, Fuerza magnética ofrece un panorama originario: personas sobreviviendo. Un ejemplo es Salta, otro personaje secundario pero gravitante, un técnico que supo ser compañero pero ahora, con este cambio de directorio, se convirtió en verdugo. Cómo el poder corrompe a las personas es un tema recurrente en la literatura, pero ¿qué tipo de desenlaces pueden ocurrir en escenarios tan precarizantes? Siempre hay una luz, por más mínima que sea. En esta novela, la irrupción del sindicato es lo que ofrece una posibilidad de cambio: la organización de los trabajadores: una asamblea para discutir qué hacer. “La gente necesita reunirse y creer que tiene algún poder, alguna épica”, escribe Vidal.
Optimismo de clase
Hay otra novela pertinente. La escribió Natalia Gauna y se publicó por Milena Caserola en 2015. Se llama Workaholic y narra la monotonía de una oficinista que usa el cinismo para no dejarse alienar por completo. “A veces me pregunto por qué me someto. Casi nunca me respondo. Me convence saber que trabajando pertenezco a un mundo, al laboral, al de mis padres y amigos. Ése que enorgullece, que hace sentir útil y capaz pero que es frágil, mentiroso, perverso y arrogante”, se lee. Todos queremos pertenecer; el asunto es a qué. Trabajando nos introducimos a la clase destinada —quizás no tan pronto como quisiéramos— a rebelarse frente al Estado Burgués. Organicémonos.
En el último tramo de la gestión de Cristina Kirchner y los cuatro años completitos de Cambiemos la flexibilización laboral fue creciendo a pasos agigantados. A la fecha, y según el Indec, Argentina tiene una pobreza del 35,4%: 15,9 millones de personas. Un número que se refuerza en puestos de trabajo perdidos y en salarios que apenas llegan a cubrir la canasta básica familiar. Pero sigamos hablando de literatura. Sigamos hablando de las novelas de Strauss y Vidal. Ambas reconstruyen la precarización de la época, una desde la actividad privada y otra desde un organismo público.
“Una empresa que no paga los sueldos se deforma, se convierte en un animal enfermo y se utilizan todos los recursos para combatirlo”, se lee en Fuerza magnética. “Todo lo sólido se desvanece en el aire. Pero el aire, ¿dónde está?”, se lee en El Ente. Dejando de lado cuestiones biográficas —¿estas novelas fueron escritas mientras sentían en carne viva la precarización, como ocurre con la mayoría de las veces?—, Strauss y Vidal dan cuenta de un período histórico que muchos pesimistas podrían calificar de definitivo. La literatura tiene la facultad de alumbrar las zonas negras de nuestra cotidianeidad para proyectar nuevos puntos de vista. Eso, ambas novelas lo hacen muy bien. Luego, el optimismo lo tendremos que poner nosotros.
Etiquetas: Luciana Strauss, Natalia Gauna, precarización, Tiempos modernos, Valentina Vidal