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06-05-2020 Notas

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Por José Luis Juresa y Cristian Rodríguez

Segunda entrega

Para leer la primera entrega

El cuerpo des-localizado

Es que el psicoanálisis, ya desde la “vivencia de satisfacción” como proto-teoría del órgano invisible, incorpora este elemento inesperado, el de una teoría de lo que se denomina “energía” cuyo elemento de abstracción teórica Freud denomina “pulsión”. La pulsión tiene su origen en el cuerpo que no es el soma, sino que Freud mismo sitúa como concepto “fronterizo”. Esto es misterioso, por cierto, ¿que estaría tratando de ubicar con ese término? Creemos que es un modo de ubicar en su momento y con los elementos conceptuales de la época una deslocalización esencial para lo que se constituye como “la subjetividad”, y que se soporta en algo que va mucho más allá de los límites del soma.

La pulsión Freud la inventa para ubicar al “soma” dentro de un tejido simbólico que da por resultado una corporeidad ganada por una organicidad que no se limita al individuo ni a la frontera que lo delimita, que podría ser la piel, el órgano exterior del soma (e interior). La pulsión freudiana envuelve una corporeidad dominado por un órgano “extra-soma” fundamental, pero absolutamente des-localizado del mismo, que no tiene soporte orgánico puntual, y que se desplaza y es pulsátil tal como el propio Freud lo metaforiza como los seudópodos de una ameba. Ese desplazamiento sigue una “organicidad” en red que se asienta en el tejido de la lengua y en el lazo social que lleva implícito. Es decir, la corporeidad freudiana es singular y colectiva a la vez, soportándose mutuamente para contener un movimiento deslocalizado y no puntual que sigue la razón, o más bien, la ética del deseo. Podríamos hablar de “razón” en tanto decanta una lógica que Freud –otra vez– relacionó con lo que llamó “repetición”, que no es otra cosa que el fallo en la intención de convertir al ser humano en un robot. La repetición siempre ha sido repetición de la diferencia: nunca se logra la identidad de percepción. En eso se juegan los niños, en la repetición de una experiencia fallida ¿por qué? Porque eso es la infancia.

Loca(o)lización

Por el contrario, la locura es, sin que Freud ni Lacan lo hayan dicho así, un intento de localización en el soma, bajo la razón de la instauración de una normalidad asimilable a lo que muchas veces se justificó como “razón de estado”: una normalidad punitiva con el objeto de controlar la “disciplina republicana”. No por nada el loquero nace formalmente con la revolución francesa, es decir, con el nacimiento de “La república”.

La teoría que tomamos de la física para acercarnos con mayor grado de formalidad a lo que estamos aquí tratando de ubicar es la física cuántica. En ella se superponen estados de la materia que también podríamos describir como “des-localizados”, es decir, que solo se “fijan” si interviene el observador que va a medir una determinada variable de su estado, es decir, en la medida en que se la quiere “localizar” en la observación dentro de un determinado parámetro, sea la velocidad o la posición de una partícula.

Dentro de la lógica cuántica, el observador interviene directamente en una localización que siempre es momentánea y que de ninguna manera se “fija” para siempre. La materia, además, está extrañamente regulada por ese encuentro con quien la observa, como si la materia y la subjetividad “fueran una”, es decir, como si ésta se comportara dependiendo de quien la observa, quien la “interviene” yendo a su encuentro. De este modo, la objetividad absoluta, desligada al modo de la ciencia clásica, de quien interviene para determinar algún elemento de su realidad física, hace que esa realidad ya no se distinga de quien la observa. Es decir. La materia no tiene una localización “previa” al momento de la observación. Esto emula muy precisamente a la posición del analista, que no va a la “caza” de una lectura del inconsciente, como si este ya estuviera escrito en alguna página de su libro y el analista fuera un ser avezado y sumamente perspicaz que aprendió a leer un libro escrito en un idioma desconocido. Eso no tiene una escritura previa, y la lectura se produce en el instante en el que el analista alcanza a leer algo que produce una “chispa” en ese instante en el que la corporeidad se hace presente en ese desplazamiento en el que el propio analista es captado: en la transferencia, que es su apoyo de lectura, el “papel” en el que se escribe una letra que se desvanece en el agua, hasta que el movimiento de la misma le hace perder esa forma casi instantánea y etérea en el que se alcanzó a dibujar. Letras en el agua en movimiento, el agua de la transferencia, un líquido en movimiento constante, ligada a las “oleadas” de la pulsión.

Y es por eso que es imprescindible esa corporeidad presente para efectuar un análisis. Lo cual pone en cuestión las posibilidades del “análisis digital” o a distancia, mediado por las tecnologías de la comunicación.

El objeto ovni

Entonces, dicho esto, el objeto del psicoanálisis es otro verdadero misterio, para la lógica utilitarista y ultra realista del discurso capitalista: los objetos son como la confianza en esta época: ver para creer. Lo que impera es la des-confianza. ¿Cómo creer en algo que no se presenta, que no se percibe, que no se ve?

El padre es una función devaluada en esta crisis de confianza a la que nos empuja el neoliberalismo, la fase financiera del capitalismo, en el que inmensas cantidades de sistemas tecno burocráticos están al servicio de un “como si” gigantesco que no tiene otro fin que el de los burócratas de organismos como el Fondo Monetario Internacional: sobrevivir como sea justificando mentiras que luego se comprueban que lo son, pero que no tienen ninguna consecuencia para quienes las producen, las justifican y las sostienen a contramano de todas las pruebas, falseando incluso la “ciencia” a la que supuestamente se abocan, que es la economía, repleta de números y de “ciencia exacta”.

El objeto del psicoanálisis no se puede comprar, no está en el mercado, no se asimila a él, por lo tanto, no es negocio. Es un objeto que es evanescente por definición, aparece y desaparece del mismo modo en que se abre y se cierra el inocente, si tomamos la definición de inconsciente como algo más que la simple y ramplona concepción del “doblez de las palabras” que siempre pueden significar otra cosa, sobre todo en relación al sexo. No se trata solo de chiste fácil. De hecho, a los pacientes que nos llegan a la consulta no les parece ningún chiste tales experiencias de inatrapabilidad, de no dominio, de destitución subjetiva. Por el contrario, les resultan muy angustiosas, y hacen todo lo posible por retomar eso que sienten que han perdido: el control, el dominio. Queremos –parece– tener la botonera a mano e identificada con el manual de operaciones. Pero eso solo se logra vendiendo ilusiones que se parecen mucho a los espejitos de colores colonialistas.

Hay todo un aparato de fabricación de subjetividad que preparan al individuo para eso: para ser más individuos que nunca, e incorporarse plenamente al fetichismo de los objetos que se compran con dinero, no importa si el dinero lo poseas o no. Por eso, cuando aparece el Ovni, totalmente inatrapable, evanescente, imprevisible y fugaz, algo nos cambia, nos deja pensando, nos deja con el sabor de lo imborrable, de lo que cambia la vida de las personas de verdad, de lo incalculable, lo impensado, lo que nadie se esperaba y, por lo tanto, es imposible a nuestro dominio y control. El ovni psicoanalítico es el carácter del objeto que permanece siempre como “no identificado”, es decir, no se puede representar, por ende, no entra en ningún campo de dominio de los existentes, sea la ciencia, la religión, algún tipo de ideología. El psicoanálisis nos confronta de manera “regulada” con ese objeto que se lo siente ahí, presente, pero que apenas si se manifiesta, como los milagros. Es un milagro de la vida, y cada vez que aparece, deja su huella, su estela, su orientación, su misterio, su enigma y, por lo tanto, el entusiasmo de su seducción, en la medida en que esa aparición pueda ser mediada por la palabra.

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