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15-09-2020 Notas

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Por José Luis Juresa | Ilustración: Bansky

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Este artículo tiene la intención de continuar la interesante lectura que hizo Daniel Feierstein respecto de las razones por las que fracasan las estrategias para frenar los contagios de coronavirus en Argentina. Es importante que el planteo se proponga como salto fuera de la grieta en la que parece caer casi irremediablemente toda intención de pensamiento reflexivo acerca de los signos de la realidad compartida, atrapado en la inmediata denostación de la diferencia, o simplemente para fomentar alguna provechosa rivalidad que a algunos les brinde oportunidades de negocios. Ante eso, muchas veces el silencio es preferible, resultando político en el más elevado y dignificante sentido de la letra.

Daniel advierte, en un artículo aparecido en el diario Página/12, que “el mayor desafío para las ciencias sociales en pandemia es cómo enfrentar la negación y la proyección como mecanismos de defensa psíquicos. Agrega luego en un hilo de Twitter que esos mecanismos se entienden en relación a que nadie quiere aceptar la posibilidad de su muerte o la de sus seres queridos. Con respecto a la proyección ejemplifica con los casos de aquellos que volvían a sus pueblos a dar testimonio del genocidio nazi —después de la guerra en Europa— y eran golpeados y acusados de mentirosos cargando el terror a la verdad sobre el emisario de la misma, nueva versión de “maten al mensajero”. Así de inaceptable se vuelve esa verdad —en este caso la del virus— que los políticos no pueden decir esa verdad sin ganarse el odio anticuarentena y perder votos. Finalmente, lo que vencería, al menos momentáneamente, sería la inmunidad del “cagazo”, tal como Daniel lo cita de R.Etchenique, es decir, la muerte tan a la vista, tan descarnada, que a todos los enfrenta con una verdad imposible de negar.

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Acuerdo con Daniel respecto de realidad sociológica del virus y los mecanismos para negar y proyectar sobre el emisario aquello de lo que nada quiero saber. Me gustaría entrar en algunas consideraciones para mostrar otras aristas del problema y tal vez enriquecer el concepto propuesto. 

Por ejemplo, podríamos preguntarnos si la negación “niega” la posibilidad de la muerte propia y la de los seres queridos, o ampliando el concepto, si la negación viene a negar la muerte que nos podría afectar y si eso bastaría para explicar que lo que se niega es en función de una defensa.

Uno podría responder que en verdad nadie niega que la muerte va a llegar algún día, a todos. No he escuchado a nadie que no reconozca que eso va a suceder. Pero ahora bien, la muerte que nos “afecta” —así lo digo para ir en la dirección a la que pretendo— no es otra muerte que la que nos empuja a vivir, a salir de las anestesias con las que nos dormimos en todo tipo de distracciones por las que la muerte se parece a vivir cómodamente, sin interrogantes ni cuestionamientos, sin implicaciones que nos pongan frente a replanteos que alteren esa forma lenta de la muerte “sobre rieles” que viene con inercia y solo logra simular una vida por la pura formalidad de la buena forma, aparentando como se aparenta una pose frente al espejo, desenganchado de las huellas de la infancia, en la que supimos jugar y jugarnos despreocupados de los espejos (No es solo Alicia la que atraviesa el espejo, es la infancia. Me refiero al libro Alicia a través del espejo).

Lo negado, entonces, no es la muerte que no nos afecta de ningún modo, esa de la que nada podemos saber ni dar testimonio, la muerte real, sino la muerte que sí “sabe” porque es la muerte en vida, de la que nada se quiere saber, porque ese saber horroriza en tanto nos confronta a la vista de nuestra propia calavera sobre la palma de Hamlet. Ante el brillo cegador del reflejo se despeja el horror de un esqueleto, el propio.

Tal vez a partir de ahí entendamos los golpes y las acusaciones de parte de quienes se nieguen a saber algo de lo que vive en ellos como muerte, y el modo en que se expresa, por ejemplo, en la involuntaria complicidad con el genocidio nazi (volviendo al ejemplo de Daniel), y el modo en que el odio los ha llevado a negarse a sí mismos, es decir, como habitantes de la radical diferencia que los constituye como sujetos de esa otredad. Lo negado entonces, siempre es la diferencia.

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¿Qué se proyecta entonces? La culpabilidad, es decir, la responsabilidad en la que me reconozco parte del mal que me afecta. Esa muerte de la que solo sé algo porque estoy vivo, y porque aun en algún lugar de mi ser sigo vivo y así lo deseo. Y me horroriza porque me confrontaría con el tiempo desperdiciado en un odio frío y voraz, que me pone en una relación siempre deficitaria, de endeudamiento, como si éste fuera el signo de pertenencia a una grey cuyo dios solo puede despreciarme porque nunca estoy a su altura. De hecho, el capitalismo toma el relevo de ese dios hasta el punto de hacerme agente y sacerdote de mi castigo y autodesprecio, y además predicarlo, adornado con el rictus de una fabricada alegría de comercial.

La realidad compartida, en este caso, es la del virus, esa que — incluso con toda razón — da también para sospechar que es un modo del control social, un virus fabricado, y lo que se quiera imaginar en el terreno conspirativo, porque dentro de esa realidad muchas cosas son posibles a pesar de que no hayan sucedido o no sean ciertas por ahora. Basta con que sean posibles. Lo que no es posible de ningún modo —salvo para la religión— es volver de la muerte real, porque lo real no es la realidad, sino lo imposible. Los que vuelven para dar testimonio de la muerte son los reaparecidos de los campos concentracionarios del capitalismo —en el fondo, se podría decir que un psicoanalista que se precie de tal recibe zombis en su consulta. Lo somos todos, en mayor o menor grado de intensidad, zombis que buscan retornar a la vida, al goce de vivir, integrado a una comunidad de singularidades frente a las que no hay que dar nada por supuesto, que se dignifica en el contar, explicar, considerar, en dejar de despreciar al otro como a un enemigo de guerra. En fin, infancia no es infantil, y adulto no es la negación de la infancia, su declaración de guerra. Al contrario, el adulto entendido así es un concentrado de infantilismo que no sabe llevar adelante su vida sin pasar por alto todos sus matices, todas sus complejidades, la múltiple diversidad en la que hay que tener una estrategia y una política de existencia. Estamos en guerra, en alerta, sin poder entregarnos al sueño con el aplomo y la seguridad de nuestra infancia, aun cuando los fantasmas eran tan comunes como los terrores nocturnos, los monstruos y los aparecidos. No podemos huir de ellos, sino dar testimonio de su existencia. Ser valientes, sino esos monstruos serán reales e imparables. Tal vez en algo de eso se soporta la experiencia de un análisis.

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¿La inocencia es no saber? No hay inocencia ni siquiera en la infancia, lo cual no quiere decir que no hay culpables. La culpabilidad me interroga como partícipe necesario de eso mismo que me empeño en negar y proyectar, y lo hago porque no soy inocente. Sé, y es un saber que es “no sabido” porque un sinfín de adaptaciones me han hecho olvidar de mis juegos infantiles, dentro de los que cabía perfectamente alguno en el que una cucaracha o una hormiga muriera aplastada debajo de mi zapatilla, mientras disfrutaba de su crujido. Más tarde solo me ha quedado el eco lejano de ese sonido que ya no sé identificar en una relación directa con la muerte. Lo reprimido, mi participación en ella, ya no lo reconozco. Ese es el mal que me afecta, y en el que participo, sin ser de ningún modo inocente, salvo — tal vez — jurídicamente.

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Entonces ahí sí, el problema ya no es si un voto más o un voto menos, porque siempre será un voto “menos más”, en la medida en que se le conceda a la negación el sacrificio de las diferencias. El problema está en que el poder capitalista —salvo en la pura forma vacía e inerte de la burocracia representativa— que abjura de las diferencias, porque ya no tiene tiempo para ellas, y pretende con urgencia la uniformidad corporativa, sea empresarial o política. Es decir, la negación, la proyección y, más profundamente, el rechazo directo del Otro (lo cual incluye a la lengua) está en la constitución de la subjetividad capitalista, arrasada por un alineamiento sin roces con la eficacia y la producción y reproducción del capital, uniformemente y en toda la extensión del planeta.

Es decir, de lo que estamos hablando es de una lógica de construcción de la realidad que se reduce a lo binario: o servís para algo o no servís para nada, todo medido en términos de rendimiento y efectividad calibrada en dinero.

Ese es el fetiche en juego en estos mecanismos que se abonan al “sin parar” de la continuidad de la línea de montaje por la que se deslizan todos los cuerpos, de los que extrae su plasma germinal y de los que saca su fuerza inusitada, inexplicable, huracanada, reactiva y esencial: el individuo plasmado con sangre rebajada a la categoría de un aceite de fórmula, con el que el sistema, su ensamblado, evita roce y desgaste. Se lubrica de la esencia de la propia humanidad reducida a desecho.

No hay dudas de que el virus es una expresión de esa lógica, y es un retorno de lo real, es decir, de la negación de esa otredad desaparecida junto con los monstruos y aparecidos nocturnos de la infancia, de la que el psicoanálisis obtiene su mejor nutriente: los sueños.

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Tal vez, entonces, lo que estemos diciendo es que solo de manera poética se “recuerde” que esa otredad desaparecida solo es una pobre adaptación a las lógicas de la transformación de los niños en adultos: es decir, seres infantilizados sin infancia, brutalizados por el arrasamiento subjetivo en el que solo retumban las voces del poder y la furia del capital en torbellino.

¿Cómo detener esto, si no es absteniéndonos de un ejercicio del poder que niegue la otredad? ¿Y cómo gobernar por fuera de los términos y las condiciones que impone la lógica del capital? Preguntas sin respuesta en la medida en que los cuerpos sean el territorio sobre el que ese poder se ejerce, más que sobre las geografías y las divisiones políticas. Las fronteras son los cuerpos que el individuo delimita, y el tema que trastoca esto es concebir una corporeidad por fuera de la hegemonía capitalista (órganos funcionalmente ensamblados para la “vida útil”), es decir, cuerpos relacionados con un órgano “invisible”, y que se trata de la libido, un órgano “extracorpóreo” que se desliza fuera de los límites del individuo y del “yo”, disfuncional e inadaptable a la “vida útil” de la maquinaria productiva. El desarrollo de una política libidinal que reconozca que no puedo sentir la vida si no es en relación a un órgano dinámico, topológico, que se contrae y se expande más allá de mí mismo, no solo en el espacio sino también en el tiempo, es una invitación a la inventiva y a la audacia política. Esto es revulsivo para una comprensión de la corporeidad en los términos de la ciencia médica tradicional. Sin embargo, en un artículo que escribí hace poco —“La peste amor”, publicado en Polvo—, ponía en evidencia que “pandemia” es una expresión sintomática de un “virus” que, más allá de la biología, tiene una presencia de retorno de lo Real, y se esparce más allá de los individuos por el efecto de contagio. Esa organicidad libidinal rechazada en la interioridad del sistema simbólico hegemónico retorna catastróficamente bajo la forma de la pandemia, y ésta se comporta con la intensidad y la dinámica libidinal, cual si fuera una ameba gigante que abraza a la humanidad entera. La llamada “distancia social” no es más que la expresión descarnada de algo siempre estuvo presente en la lógica individualista del capitalismo, cuya construcción subjetiva paradigmática es la neurosis obsesiva, observable en el terror al contacto, el horror al contagio y la desconfianza hacia el otro, la tendencia hipocondríaca como expresión de una paranoia descriptiva que da cuenta del hipercontrol yoico, más el estado de alerta vinculado a una mirada en panóptico como la de una prisión o de una guerra, la “guerra social”, en la que no se dispara ni un tiro (más o menos) pero que se libra en el día a día de la rivalidad y la competencia. Urge el retorno de la política como pacificadora, política libidinal, una política que involucre esos cuerpos desaparecidos del paisaje capitalista, cuya forma y aplicación es discutible y objeto de estudio e investigación.

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En definitiva, no reproducir los mecanismos de negación y de proyección en los términos aquí mencionados implicaría una invitación al reconocimiento de la diferencia incluso por encima de las recomendaciones médicas sobre las que se sostuvo “la guerra contra el virus”. No se ven otras maneras posibles de salir de la trampa de la guerra propuesta como acción, la cual demanda, “pide”, uniformidad y masa, lo contrario a lo que se entendería por una democracia cuyo principal valor sea el ejercicio de las diferencias y la construcción de una colectividad de singularidades más que una iglesia o un ejército. ¿Es posible pensar un ejercicio del poder bajo esa concepción? Es la pregunta que queda en el aire bajo un denso aire de pesimismo. Lo que sí nos muestra esta situación es que el contorsionismo político que solo sabe subirse a la ola y hacer equilibrio para no terminar desparramado en la playa es solo una simulación, un discurso del semblante que agota rápidamente la investidura representativa en su sostén que, al final, caerá por su propio peso de acumulación, igual que la plusvalía.

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