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Por Manuel Quaranta | Portada: Aníbal Buede
I.
En el último capítulo de La vanguardia permanente, “No lo que se espera”, Martín Kohan cita una entrevista de 1963 en la que Jean Cocteau rememora el traumático estreno de Parade:
Fue puesta por el Ballet Russe en París y todos fuimos silbados y abucheados. Por fortuna, Apollinaire estaba de vuelta del frente y en uniforme, era el año 17. Nos salvó a Picasso y a mí de la ira de la multitud. De no haber sido por él seguramente hubiésemos resultado heridos. Era algo nuevo, ¿sabe? No lo que se esperaba…
Cocteau se refiere a un desfasaje entre su propuesta estética y lo que la multitud esperaba de su propuesta o lo que esperaba en general de un ballet. De allí, la virulenta recepción del público, reacción que por otra parte no alcanza a sorprendernos del todo. Al espectador promedio le cuesta aceptar lo verdaderamente nuevo, y resulta bastante lógico que sea así, considerando que se ve obligado a convertir (traducir) un evento extraño a su marco perceptivo en algo reconocible.
Igualmente, cargar las tintas sobre un supuesto espectador promedio (rudimentario) no ayuda a resolver el problema. Basta con recordar un texto de Leo Steinberg, “El arte contemporáneo y la incomodidad del público”, en donde el crítico nacido en la Unión Soviética sostiene la hipótesis de que las primeras y más férreas resistencias frente a la novedad en el campo del arte no provienen del público inexperto sino de los propios artistas:
Fueron precisamente pintores quienes les cerraron las puertas de los salones a Courbet, a Manet, a los impresionistas y a los postimpresionistas. En su mayoría, pintores académicos. Pero no sólo los pintores académicos defienden sus cánones establecidos de las nuevas formas de la pintura o de la amenaza de un cambio en el gusto. También el líder de un movimiento artístico revolucionario puede indignarse frente a un nuevo punto de partida: pocas cosas irritan más en una causa revolucionaria que la insubordinación o la traición. Y pienso que fue esta sensación de traición lo que enfureció tanto a Matisse en 1907, frente a lo que llamó ‘el fraude de Picasso’. No hay por qué olvidar que, en el momento de su mayor creatividad, Matisse se opuso al primer cubismo con absoluta y arrogante incomprensión.
II.
Bajo promesa, en el mejor de los casos, de abucheos y silbidos, y en el peor, de una indiferencia asesina, puede surgir en nosotros el entendible deseo de abrazar los preceptos darwinianos de la adaptación al medio (¿o habría que decir al miedo?): adecuarse, acomodarse, estar al día, hacer lo que el arte espera o lo que se espera de él. Como si efectivamente existiera una fórmula del éxito con la cual saborear sus mieles, como si hubiese un “molde preconcebido y reconocible” (Martín Kohan) disponible debajo de la almohada.
Pero antes de continuar, ¿qué significa el arte?
Básicamente (siguiendo el concepto institución arte de Peter Bürger): el conjunto de agentes que producen, distribuyen, exponen y dinamizan un aparto ideológico alrededor de las obras. Esta definición introduce un giro tautológico en el enunciado del título, en el sentido de que lo que se espera del arte no apuntaría tanto al público profano como a los mismos agentes implicados en la organización y reorganización del campo. De cualquier forma, este matiz introducido exigiría desarrollos complementarios que ahora corresponde postergar para concentrarnos en una fantasía que muchas veces se percibe como solución final a todos los problemas en el ámbito del arte: pegarla.
Pegarla significa acertar, dar en el blanco. Hacer exactamente lo que el arte espera. Sin embargo, ese acierto (fatal coincidencia entre la oferta y la demanda), en un principio beneficioso, no impide (quizás incluso exacerba) el sentimiento de ansiedad en los sujetos involucrados. En tanto que pegarla subiéndose a una ola o ajustándose a una moda (ambas momentáneas por naturaleza) sólo sirve para incrementar la dimensión de la amenaza, “ya que a la moda la persigue lo demodé y no tarda en alcanzarla” (Martín Kohan), de la misma manera que “al poderoso lo acecha sin descanso el fantasma de la impotencia” (Alberto Giordano en el curso “Barthes y la escritura del duelo”).
El peligro entonces acecha, y acecha siempre, adentro o afuera, quedarse en el molde o desencajar, no existe una vía regia para ser exitoso en el mundo del arte (ni en ningún lado), aunque sí formas contrapuestas de participación: “resistiendo y en conflicto, o plegándose para aprovechar” (Martín Kohan).
III.
Darle al arte lo que el arte espera tiene otro nombre, consenso. Un acuerdo tácito entre las partes que desactiva cordialmente la potencialidad del conflicto, es decir, anula (por anexión) la potencia desestabilizadora del roce y la discordia implícitos en cualquier propuesta artística que valga la pena. Todo se ordena, se equilibra, se compensa, todo se vuelve reconocible, homologable, digerible. Desaparece el espacio para el error, la vacilación, el desvío. Queda abolida la posibilidad de perder (y de perderse).
En cambio, de la puja entre lo que el arte espera y su impugnación brotaría un resto de incertidumbre, una huella irreductible a mandamientos o prescripciones, sintetizada en la figura del recién llegado, con los límites intrínsecos del caso (fácil coartada para desentenderse de la responsabilidad que le cabe): el recién llegado duda, tantea, entiende mal, no domina la lengua en la que se habla y su misma condición lo alienta a observar las cosas (las obras) con una mirada distinta cada vez. Siempre ajeno, siempre inseguro, siempre desubicado, ningún lugar es su lugar. El recién llegado nunca está cómodo, jamás consigue acomodarse, es el típico aguafiestas, el que avisa, si me van a incluir, inclúyanme afuera (María Sonia Cristoff).
De todas maneras, el recién llegado (el artista), ni virgen ni ingenuo, no debe prescindir de su experiencia (llega de algún lado) ni de su bagaje, sólo así, dice François Jullien en Una segunda vida, en referencia a un tema distinto, y tal vez por eso la intuición del francés sea certera, puede ir todavía más lejos, pero no en el sentido de un avance, sino más bien en el de un retomar aquello que estaba atascado:
Empezar a volver sobre sus pasos para remontarse a los prejuicios que condujeron su pensamiento [su praxis artística], pero que uno mismo creía que eran ‘elecciones’, e intentar emanciparse de lo arbitrario que era el reverso (necesario) de la eficacia del proceso instaurado.
IV.
¿Y si ejecutamos un movimiento imprevisto? ¿Y si damos un paso en falso? ¿Y si cometemos un traspié? ¿Qué sucedería si caemos en la tentación del fracaso? Es preciso aclarar, como para eludir la pose vanidosa y heroica, que en el arte, a diferencia de la vida, el fracaso, la falla, pueden adquirir un valor positivo, por lo que ninguna fórmula debería obnubilarnos, y mucho menos las que prometen un baño interminable en la marea del éxito, una marea que baja de repente o a la larga termina hundiéndonos en la inanidad. Pero el fracaso no. El fracaso es siempre un fracaso singular, único, inimitable. Nuestro.
Entonces, ¿saber o no saber lo que el arte espera? El módico Bartebly respondería: preferiría no saberlo, preferiría no saber lo que el arte espera o lo que se espera del arte para conquistar, gracias a esa ignorancia, un espacio de contingencia en donde por definición prime la incertidumbre: no saber (o saber a medias), no decir (o balbucear), no entender (o entender mal). Nos referimos en concreto a “la indeterminación de una potencia, la potencia de lo incierto, que es inapropiable: simplemente se ejerce” (Alberto Giordano).
V.
“En materia de creación artística, lo importante es, en esencia, que la imaginación quede liberada de todas las coacciones, que bajo ningún pretexto se deje imponer ataduras”, escribe André Breton en el Manifiesto por un arte revolucionario. Ninguna atadura, ni del mercado, ni del Estado, ni de la institución (hoy agregaríamos, ni de la estupidez biempensante del progresismo). Y concluye: “En arte todo está permitido”.
En la fórmula original, aparentemente, el líder surrealista había especificado, “salvo que vaya contra la revolución proletaria”.
Trotski pidió suprimir la cláusula.
VI.
¿Y si de tanto reclamar incertidumbre la incertidumbre se convierte en norma? ¿Y si de tanto exigir confusión la confusión se vuelve regla? En Como un ladrón en pleno día, Slavoj Žižek observa que en el Nuevo Desorden Mundial los jóvenes oscilan entre el deseo de vivir con intensidad cada instante (drogas, alcohol, violencia) y el ansia de triunfar (hacer carrera, ganar dinero). De modo que la transgresión se presenta como un mandato ineludible, una especie de obligación que atraviesa entre otros el mundo del arte: “¿Hay algo más aburrido –escribe el filósofo esloveno– oportunista o estéril que sucumbir a la orden del superego de inventar constantemente nuevas transgresiones y provocaciones?”.
Estamos hablando de una provocación neutralizada por su propia exigencia, una provocación que sin entrar en diálogo con la historia, se vuelve snobista y trivial; hablamos de cultivar una rebeldía de salón, una incertidumbre de juguete. Es el negocio de la transgresión vacua, que tan buenos dividendos proporciona cuando deja intocado aquello que de verdad importa transgredir, el status quo, o sea, lo que el arte espera. Es, en definitiva, la transgresión conservadora, la que no transgrede nada, sino que al contrario mantiene a distancia la insurrección, el despilfarro, la paradoja.
Como vemos, la economía de la transgresión es frágil, siempre corre peligro de convertirse en rutina, en una práctica fosilizada, incluso retardataria, por eso, para preservar su potencia subversiva, es imprescindible conservarla en estado de excepcionalidad (una excepcionalidad permanente), sólo así seremos capaces de sacudir la norma y aventurarnos a lo desconocido.
VII.
Damián Tabarovsky, autor de Fantasma de la Vanguardia (un fantasma que recorre cada párrafo de este texto y cada palabra de cada párrafo y cada espacio entre cada palabra), nos da un indicio, en su novela El amo bueno, de lo que vengo tratando de decir (sin conseguirlo) sobre el hecho artístico: “Acontece como un hecho informe, siempre frágil, a punto de no suceder, a punto de sucumbir, a punto de desaparecer, a punto de fracasar; fracasar sin fracasar, porque no hay fracaso posible allí donde se cuestiona la idea misma de éxito, donde la causa y el efecto se entremezclan, uno vuelve sobre otro”.
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