Blog

02-09-2022 Ficciones

Facebook Twitter

Por Pablo Manzano

Es la primera vez que me llamo Pablo Manzano y no será por mucho tiempo. Porque volveré a cambiar de nombre, esta vez para ser Kauz (se pronuncia Kauts). Mis razones le resultarán a Kauz tan desconcertantes y ajenas como todo lo humano (demasiado humano). Porque Kauz es un marciano. Pero sé que comprenderá, o al menos aceptará.

 

En el idioma de Kauz, komischer Kauz significa bicho raro. En el Cono Sur, yo mismo lo oía, su pelo corto ceniza inspiraba algún que otro bisbiseo entre las féminas: allá pocas heterosexuales autorizan tijeras por encima de los hombros, y lo de dejarse las canas ya es (en efecto) muy de bicho raro. Pero lo que más le costaba a cierta gente, yo mismo lo observaba, era asociar el nivel educativo de Kauz, su sobrio cosmopolitismo y sobre todo su cutis eurolívido a un origen rural plebeyo, a generaciones de bastardos y bastardas, a carencias y sacrificios, a dos hermanas proletas que llevan toda su vida en la cadena de montaje de una fábrica. Como si tales experiencias y devenires sólo pudieran concebirse en un territorio vulnerable periférico, en pieles de otro espectro cromático. Como si lo popular sólo existiera para ser reivindicado y consumido, pero no para ser vivido, no al menos por alguien de tu mismo corte social. En el Cono Sur también podía pasar, yo lo he visto y oído, que alguien altamente nutrido de indoamericanismo intentara que Kauz se sintiera culpable por tanta blancura, que le recordara que la civilización europea solo fue posible gracias a la inundación de metales preciosos que debían considerarse cómo préstamos de la América indígena para el desarrollo de Europa. Aunque algo parecido también podía ocurrirle a Kauz en el sur de Europa, con algún marroquí o senegalés, que, frustrados tras comprobar que sus sonrientes insinuaciones iniciales no estaban dando los resultados esperados con ese níveo y extraño ser, hacían responsable a Kauz de todo el proceso histórico de colonización en África. Ha sucedido incluso, yo mismo lo he presenciado, que algún anticapitalista protervo (en Barcelona siempre hay), muy ebrio y consciente desde el principio de que no tenía ninguna posibilidad con ese bello bicho raro, le reprochara a Kauz que no incorporara más activismo y lucha social a su privilegiada condición nordeuropea (aunque Österreich esté más bien en el este) y hasta le terminara echando en cara el Tercer Reich. Pero Kauz el marciano, de todo esto que yo ahora (le) les cuento, no recuerda absolutamente nada. Y si vuelven a leer leerán que yo mismo lo oía, yo mismo lo veía, yo mismo lo notaba. Yo mismo: siempre con la eterna mente elucubradora (agitadora) de Pablo Manzano.

 

–¿No te gusta Pablo? A mí me gusta. Pablo es un nombre bonito.
–Pablo está bien. Significa «pequeño». Expresa con acierto el lugar que este mundo me ha asignado. ¿Pero qué te parece Pablo Kauz?

 

Conocer a Kauz me permitió empezar de nuevo. Con Kauz en mi vida se cerraron las heridas del pasado y se borraron las marcas del desamparo. No más resentimiento. Olvidé todos los rechazos, los ninguneos, el escarnio, la indiferencia, las intimidaciones físicas: la necesidad de saldar cuentas con el mundo. Me curé de mi penosa cobardía. Conocer a Kauz fue mi redención. No, qué va, no fue así. 

 

–¿Crees que dejarás de ser Pablo Manzano por llamarte Pablo Kauz?
–Sería lindo pero cándido, lo sé. No hay lobby de minorías ni sigla de consonantes mayúsculas que pueda ayudarme con esta disforia de vida. Siempre he vivido atrapado en un primer día remoto de mi existencia de donde no puedo escapar. El día equivocado.
–Exagerado. Fatalista.
–Fatalista no. Quiero intentar, fabular que acabo conmigo. Como otra fantasía de suicidio.
–Si se trata de fabular, ¿no cambias siempre de nombre cuando escribes?
–Justamente, para atreverme a ser peor de lo que ya soy. Para transformarme en versiones extremas de Pablo Manzano. Esta vez no se trata de eso. No se trata de ficción.
–¿Cómo se llamaba aquel escritor que teníamos de vecino en Barcelona? Uno que también se había cambiado el nombre.
–Francisco Casavella. Antes se llamaba García Hortelano, como otro novelista.
–Me acuerdo que tenías varios libros de él, y que le dejaste tu primer libro en el buzón.
–Porque no me atrevía a hablarle. Además de ser un gran escritor, medía dos metros. ¿Sabes lo que pasó después de que murió Casavella? Que me encontré a su madre en el supermercado y a ella sí me atreví a hablarle. Le hablé de su hijo, del fantástico escritor que era. Y la hice llorar. ¿Comprendes lo que te digo? Pablo Kauz es mi oportunidad para deshacerme del puto guionista. 

 

Ya en mi primera visita a la casa que los Kauz habían construido con sus propias manos a lo largo de diez años en un agujero de mal tiempo situado en los bosques montañosos de Estiria, reparé en el tapiz. En realidad, era un cuadro bordado en punto de cruz, colgado en el salón. Un pastor y una pastora. Era exactamente el mismo cuadro que llevaba toda la vida colgado en el living de mis padres, al otro lado del Atlántico, sólo que el de mi casa familiar estaba pintado (ignoro la técnica). La construcción mental epifánica en el cerebro de Pablo Manzano fue instantánea, aunque dicha epifanía no produjo, como se espera, ninguna transformación significante en este personaje de ficción.

 

–Comprendo que creas que tu vida está escrita por un guionista que se divierte poniéndote en situaciones bochornosas. Comprendo también que estés harto de ser Pablo Manzano. Pero, ¿por qué quieres llamarte Pablo Kauz?
–Quiero ser un Kauz. Quiero ser un marciano. Quiero ser como tú.

 

Probablemente Benjamin y Adorno coincidirían en que ambos cuadros son un peligro para la cultura, una producción a la medida del populacho que la acepta pasivamente. Pero lo cierto es que la estampa pastoril en el salón calentado a leña de la casa Kauz, quizá por lo artesanal y por su colorido, no me afligía como el cuadro en casa de mis padres, al menos no ofrecía una imagen opaca, cubierta de grasa y polvo, no era un cuadro en un living frío, lúgubre y sucio y los ojos de sus personajes no habían sido troquelados por un niño travieso que los temía y detestaba. Ambos hogares familiares, el mío y el de Kauz, son sin duda templos de lo kitsch. En la casa Kauz, sin embargo, no se ha interpretado tanta ópera, no se han derramado tantas lágrimas ni deglutido tantos antidepresivos de calibre grueso. Kauz Madre, incluso tras la muerte de Kauz Padre, es la matrona amable y contenta de una familia sobriamente contenta que se reúne ocasionalmente. Una mujer fuerte y sonriente que lleva medio siglo sin salir de su pueblo, en comunión genuina con sus flores, su huerto y sus frutales. Y Kauz tiene lo mejor de ella (sólo espero que de mayor no se vuelva tan ancha y bajita).

 

–El único marciano eres tú. Y mi familia te deprime tanto como la tuya.
–No es verdad, siempre paso la Navidad en Casa Kauz. Me quedo dos días.
–Y no paras de decir que allí cada día es un año, cada hora un día. Te aburres como loco.
–Porque habláis en ese dialecto austrochino. Si lo entendiera mejor, yo también me reiría con vosotras.
–A ti te habría gustado más bien tener una familia esnob, progre, más o menos culta…
–Puede ser. Cualquier otra familia habría estado bien. De adolescente solía huir de la mía para pasar días enteros con las familias de mis amigos, hasta que sus padres me echaban.
–En cualquier caso, supongo que hay mucha gente en el mundo que se llama como tú, Pablo Manzano, y que no son como tú.
–Mira, ¿sabes qué? No voy a insistir. Si no quieres que me llame Kauz…
–Yo no he dicho eso. Por mí…
–¿Por mí? ¿Por mí? ¿Te estás oyendo? Siempre esa apatía, esa frialdad. Yo quiero llevar tu apellido, y tú sólo dices “por mí”. ¡Cuánto desapasionamiento! ¿Por mí? Es que no es normal. Es que no te enteras. ¡Háztelo mirar!

 

Cosas que nunca le he oído decir a Kauz (o: Gilipolleces autocomplacientes que dice la gente): Háztelo mirar / ¿Te estás oyendo? / Es que no te enteras / Es que no es normal / Me parece poco profesional / Yo soy una persona que… / Yo no soy de los que… / ¿Qué parte de … no has entendido? / Pero qué me estás contando / No me vengas con chorradas / Yo por ahí no paso… 

   

Sé muy bien que yo quiero a Kauz y que Kauz sólo se deja querer. Lo que no sé muy bien es si más de veinte años de monogamia todavía es algo legal, o si ya está tan mal visto como el incesto. Todavía tenemos incesto de vez en cuando. Aunque cada vez menos. Como los ancianos prematuros que somos, solemos hablar de:

 

–¿Tú qué crees, quién morirá primero?
–No lo sé, pero probablemente llamarán por la noche para avisar. Tipo 3, 4 de la mañana.
–Espero que seas tú quien reciba la llamada. Yo no podría seguir sin ti.
–Si te llamaran a ti, tendrías que firmar un montón de papeles.
–Firmaría como Kauz. Al menos me habré quedado con algo de ti. 

 

Supongamos que muero yo primero. A manos de la Ndrangueta, la policía, un fanático o una fanática, o una turba enardecida que ha tomado mis libros (los éxitos de venta de Pablo Kauz) como una ofensa. Supongamos que movimientos, agrupaciones, colectivos y sectores con similar sesgo ideológico se acercan a Kauz para ofrecerle su apoyo, para decirle que lo que le pasó a Pablo Kauz merece justicia. Supongamos que proponen a Kauz presidir escraches y manifestaciones, protagonizar un show emocional. Supongamos que le prometen encargarse de camisetas, pancartas, banderas y panfletos con la cara del mártir: para que no haya más pablos / ¿cuántos pablos más tiene que haber? / todos somos pablo kauz: que se haga justicia… Supongamos que Kauz les dice, sin decirles, les viene a decir: no cuenten conmigo. O: cuando se muere una persona a la que realmente amas es tal el dolor que no te quedan ganas de indignarte. O: la justicia no me devolverá al hombre que he amado. Supongamos que Kauz viste de negro durante el tiempo estrictamente necesario (ni un día más), y que luego vuelve a vestirse con sus bonitos colores.   

 

Supongamos que yo soy inmortal, que tú eres inmortal.
Hombre, la vida en sí no tiene ningún sentido. Mucho menos lo tendría no morirse.
–Yo soy un sentimental. A mí me gustaría vivir para siempre.
–Pues cuidado con lo que deseas. Imagina que te lo conceden. Que viene un enviado, un encargado, quien sea, y te dice tú, Pablo Manzano, seguirás siendo Pablo Manzano y nunca, nunca morirás.
–Bueno, eso sería maléfico. Sería casi como ir al anciano de al lado, el que tiene el cuerpo doblado por la cintura a noventa grados y camina casi besando el suelo, y decirle: ¡Tú, así te quedas, para siempre, inmortal!
–Si en cambio le concedieran la inmortalidad a alguien con mucho poder, junto con la eterna juventud, entonces ya no tendría ni un solo motivo para no ser un cabrón.
–¿Tú conoces la leyenda de Alejandro Magno en India?
–Claro que la conozco, tío, yo te la conté.
–¿La de Alejandro con el pájaro sagrado que le ofrece ser inmortal y él dice no?
–La leyenda explica que era magno, pero no idiota. Al menos no era un perverso. Sabía que por muy magno que fuera él también debía morir.
–No sé. No me importaría ser Pablo Manzano y vivir para siempre, si sólo pudiera olvidar.
–¿Olvidar qué?
–Todo. De los últimos 30, 40, 45 años, todo. Todo menos tu cara. 

Mi nombre es Pablo Kauz, eso pone en mi nuevo documento, y este es el primer día de mi vida. Es un día soleado y damos un paseo por el Lainzer Tiergarten. No se ve a nadie más, todo el bosque inmenso sólo para Kauz y para mí. Andamos despacio y ya tengo planes. Porque es mi primer día y ya espero cosas de la vida. Pero los deseos de Pablo Kauz no serán tan caros. Me conformo con sentarme un rato en aquel banco, en aquel pequeño claro. Nada más. ¿Ven qué vista tan bonita? Te sientas allí y puedes contemplar la ciudad de Viena. Es el único banco para sentarse en esta zona del mirador, y tiene ese cobertizo, por suerte. Y digo por suerte porque de pronto empieza a llover sin nublarse, como en un chiste, como en Viena, tanta lluvia y tanto sol, cuando estamos apenas a unos veinte metros del codiciado banco cubierto y su preciosa vista. Kauz no apura el paso, pero yo sí. Pero no soy el único. Porque ya no estamos solos. De frente veo venir a una pareja, un hombre y una mujer, y él también apura el paso en dirección al banco. Debemos de estar casi a la misma distancia del banco. En nuestra marcha, cada vez más acelerada, el otro hombre y yo parecemos ancianas haciendo sportive walking, y aunque a lo lejos todavía no podemos vernos bien las caras nuestras miradas no se sueltan, como pactando un fair play que no admite el ridículo de echar a correr, ni siquiera bajo la lluvia. Cuando sus zancadas finalmente me sacan la ventaja definitiva, no es a él a quien maldigo, sino al guionista, porque no he conseguido engañarlo cambiándome de nombre. El otro hombre se estira más de lo necesario para ocupar todo el espacio ya conquistado: con el trasero y las piernas, con ambos brazos sobre el respaldo. Tiene la decencia o el disimulo de ignorarme, como si mostrara cierta compasión por mi derrota. Yo, qué remedio, también disimulo. Paso por delante del banco fingiendo que también disfruto de la preciosa vista, que no soy tan cobarde como para necesitar refugiarme de la lluvia bajo un cobertizo. Entonces lo miro allí sentado, con la intención de no mirarlo más de un segundo. Pero allí se quedan enganchadas mis retinas: en la cara de ese otro hombre cuya familiaridad me estremece y me espanta. Se oye una voz de mujer. ¡Pablo, espérame! ¡Pablo! No hay muchos Pablos en esta ciudad, y Kauz no es de andar gritando que la espere. De hecho, Kauz no dice nada, sólo me apoya una mano en el hombro y cuando me doy vuelta me sonríe. Me pasa el brazo por la cintura y seguimos andando bajo el sol y la lluvia. Un día, no sé cuándo, voy a comentarle esto que acaba de pasar, y Kauz no tendrá la menor idea de qué le estoy hablando. 

 

Primera parte

 

Este cuento integra el libro digital colectivo Crack Volumen 9 con autores de Colombia, España, Chile, Costa Rica, Argentina, México: se consigue gratis acá.

Etiquetas:

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.