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Por Leandro Diego
Estamos perdiendo la capacidad de ver a las personas, a las ideas, a las cosas, al mundo tal cual es. Estamos perdiendo la capacidad de prestar atención. Subrayo prestar porque, aunque supone un retorno, prestar es una de las formas de dar. Nos estamos volviendo incapaces de dar. Lo único que vemos en las personas, las ideas, las cosas, el mundo, es lo que queremos ver para seguir sintiéndonos nosotros. Esto, la capacidad que tenemos para convertir lo externo en una mímica que nos reafirme, me perturba. Nunca estamos del todo a salvo de este procedimiento, porque nunca es del todo consciente.
La identidad, primero, el grupo de pertenencia, después, y el algoritmo como etapa final, nos atrofian: quedamos condenados a vernos siempre a nosotros mismos y a ver el mundo como el chivo expiatorio de todo lo que no vemos ni asumimos de nosotros.
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En lo que siempre leí como una diatriba contra la especialización, Fabián Casas solía decir que el escritor debía ir siempre en contra de su habilidad. Así, se mantendría escribiendo en lo que llamaba estado de peligro. Es lógico que haya identificado ahí al enemigo principal de toda potencia creativa: su generación tuvo que vérselas con el mal de la profesionalización
Para los escritores de la mía el peligro es el recorte, el sesgo: interesarse solo por lo que nos interesa. No ir en busca de lo diferente sino de lo mismo incluso cuando suponemos ir hacia lo diferente. Estar seguros de lo que nos interesa y desatender al resto del universo: hacer como si no existiera, a menos que nos sirva para decir algo nuestro. Esto que algunos ven como una ventaja o una determinación de la época es, para mí, una trampa en la que el amor, el talento, la sensibilidad y la capacidad de goce, se ahogan, se achatan. Se mundanizan.
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En tu misma manzana, en tu mismo edificio, puede vivir el escritor o la escritora que te volaría la cabeza. Puede vivir el músico o la música que te quebraría el corazón. Puede vivir el pastelero vegano o la pastelera más gourmet y menos profesionalizada del país cuyo tiramisú te haría llorar lágrimas de café instantáneo. Y podés no enterarte nunca.
Lo que hay que buscar es lo que está fuera. De ahí que hace poco, en un ensayo que publiqué en el Hurlingham Post haya puesto el foco en la necesidad de una especie de panóptico: rechazar la tiranía del sesgo a la que nos ha llevado la segmentación de públicos (al punto de convencernos de que ése, el sesgo, es el único camino posible para seguir siendo alguien y/o generar comunidad) y volver a abrigar la esperanza de una audiencia total, ansiosa por volver a encontrarse con otros que no sean tan parecidos.
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Cuenta Tamara Kamenszain que Alejandra Pizarnik le confesaba seguido a su analista que se sentía incapaz de escribir algo serio. Una vez le dijo: Sobre qué quiero escribir, me pregunto, si en mí hay solo silencio. El analista le respondió: Usted es de esos seres que siempre trabajan porque la intimidad no descansa. Ese intercambio, según cuentan, terminó con Alejandra diciendo: por hacer de mí un personaje literario en la vida real, fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real.
Esta anécdota le sirve a Kamenszain para expresar que esto que le pasaba a Pizarnik sería exactamente lo opuesto de lo que sucede con los autores de la llamada generación de los noventa (de la que Casas forma parte), quienes, para ella, resaltaron la infancia de la poesía. «Lo que se hace presente ahora» dice en referencia a ellos y ellas, «es una torsión autorreferencial pero siempre atenta a reconocer lo propio en medio de lo ajeno».
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Me operé del tabique. Nada estético, todo funcional. Esto quiere decir que mi nariz sigue estando torcida a la vista (como siempre) pero que está enderezada por dentro, lo que me permite respirar en estéreo. El asunto es que estuve una semana en reposo. Por esos días conocí a Elton Báez.
Discípulo de Nic Zappone (un imitador de Sandro, Elvis y Serrat entre otros, que le habría enseñado todos los secretos de lo que se puede hacer con el tributo), Báez dice que a los siete años escuchó Song fora guy (él dice song for a guei) y supo que querría ser Elton John toda su vida. Empezó dando a conocer su talento en cierta comunidad religiosa y desde 1982 se dedica a grabar sus propias versiones vocales de los temas de Elton cantando encima de las pistas. Con los años (gracias a la tecnología, dirá) llegaría a vivir de eso (de hacer de Elton John). Hoy tiene más de cincuenta canciones grabadas.
Una noche, en un restaurante de Puerto Madero, lo conoció. Si bien la custodia no lo dejó acercarse demasiado, pudo darle la mano. Fue como tocar el cielo con las manos, dijo.
Tocando a Elton, aquel a quien se dedica a imitar, Báez tocó a Dios.
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Para los que nacimos en los ochenta, la cultura de masas (de la que se desprenden las marcas, la publicidad y, para bien o para mal, la influencia de ambas sobre nuestras vidas) supo ser una ajenidad en la que alguna vez pudimos mirarnos.
Se me vienen a la cabeza dos hitos literarios en mi biografía lectora: Fogwill (cuya obra está imbuida no solo de marcas sino de todo lo exterior –incluso la lengua– que define a los sujetos de sus textos) y la ya mencionada generación de los noventa (donde, incluso en sus autores más politizados, la cultura –de masas– forma parte del paisaje visual por el que deambulan sus personajes).
Intimidades escritas desde lo externo, describiendo identidades mediante de lo que está fuera de ellas pero que a la vez las muestra porque las determina: el exterior como signo de lo que somos.
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«Pero no todos le prestamos atención a la misma sonrisa, la misma ceja, la misma luz ni la misma mirada. Perfect days será una película completamente distinta dependiendo de la butaca. Y sí, todas las películas, en mayor o menor medida, lo son. Pero acá ese malentendido ineludible y universal está en primer plano, ese es el diferencial. El foco está en el malentendido que día a día elegimos no ver para sostener, estoicos, las apariencias de una lengua común y sin agujeros».
Esto lo dijo Camila Onsari en este mismo medio sobre la última película de Wim Wenders. Su texto está genial, lo recomiendo. No obstante, yo le cambiaría el destino del estoicismo. Me parece que a esta época, más que una lengua común, lo que le interesa sostener es la identidad. La idea de ser alguien y de que ese alguien que se aspira a ser dependa de nuestras ideas, intereses y opiniones.
Entonces de a poco nos licuamos. Nos acostumbramos a mirar –no solo Perfect days sino a las personas, las cosas, al mundo– desde el centro de nuestro algoritmo.
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El de extimidad es un concepto de Lacan que, en principio, expresa la manera en la que el psicoanálisis problematiza las aparentes oposiciones entre lo interno y lo externo. Por ejemplo, lo real estaría tanto adentro como afuera; el inconsciente no sería un sistema psíquico puramente interior sino una estructura intersubjetiva. El otro sería algo extraño a mí, aunque estaría en mi propio núcleo. «Lo más íntimo justamente es lo que estoy constreñido a no poder reconocer más que fuera», dirá Jaques.
La noción de extimidad está construida a partir de la de intimidad. No son opuestas: lo éxtimo estaría señalando que lo íntimo, incluso lo más íntimo, estaría en el exterior.
San Agustín dijo sobre Dios: es más interior que lo más íntimo mío.
Mario Levrero, en su prólogo para El discurso vacío, escribió un poema que empieza así:
Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que
también soy yo, y no encuentro.
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se va por años
y años.
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