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Por Manuel Ventureira
NADA SE EXTINGUE
Después de Bergman Island, Tout est pardonné y Le père de mes enfants, soy un fanático acérrimo de Hansen-Løve y me devoro la filmografía completa en cuestión de días. Sin embargo, aunque las ganas no me faltan, pasarán meses antes de poder siquiera escribir una línea sobre ella. ¿Por qué tardo tanto en comenzar, por qué procrastino la tarea que me digo que más me gusta hacer en el mundo (además de leer)? Más allá de las razones para no sentarse a escribir —pereza, escasez de tiempo, y miles de etcéteras—, una cosa es segura: para poder escribir sobre estas películas hay que, al menos una vez, volver a verlas. Y no puedo. Me encuentro con que hay ciertas películas que no me animo a revisitar, como si me tocaran muy de cerca; porque me obligan, digamos, a establecer un grado de identificación con los personajes que no soy capaz de tolerar.
Algo de eso me ocurre con Eden (2014), película inspirada en la vida del DJ Sven Hansen-Løve, hermano de la directora. No, claro; a diferencia de Paul, su protagonista, yo no soy DJ, ni siquiera me desvivo por la música house, no curto fiestas electrónicas, jamás he consumido cocaína, ni sé lo que es dormir un día entero luego de pasar una noche en vela. Pero sí he soñado, como Paul, con que mi vocación me permitiera ganarme la vida, salir “de gira”, firmar contratos de edición, cosechar seguidores —para decirlo de una vez, yo he querido ser el centro de la fiesta; realizar, entre los 20 y los 30 años, mis sueños de artista cachorro. Pero yo también, como Paul/Sven Hansen-Løve, me daría la cabeza contra la pared. Claro, porque Eden es mucho más que la mejor película jamás filmada sobre el esplendor de las fiestas rave (fiestas que bautizaron a la música que las animaba con el nombre de house o garage, a semejanza del templo que fuera, a fines de los años 80, residencia habitual del DJ Larry Levan en el Hudson Square: el Paradise Garage), sobre la dinámica de lo que no tardó en armarse como un gran negocio, y sobre el consumo problemático de sustancias ilícitas: es sobre todo una película acerca de la pérdida del paraíso, el relato de una declinación (tanto la de Paul como la de toda una cultura musical), y una muestra de lo que el tiempo hace con las personas. El tiempo o, quizás, el ritmo. El ritmo en tanto este se define como el modo de sucederse de una serie de cosas —sonidos en general, sí, pero también peinados (como los de Louise, el gran amor de Paul, cuyo rape estilo Tomboy mutará en una larga y lisa cabellera color natural cuando al cabo de unos años aquel vuelva a verla con dos hijas a cuestas y un marido en fuga), y estilos de vida (Julia, esa estudiante americana y aspirante a escritora que Paul conoce a sus 20 años en París, ¿es la misma que, una década más tarde, vive en un loft en el Soho, está embarazada de un yuppie, y publica en una prestigiosa revista norteamericana los malogrados borradores de su juventud parisina?). Los espectros del pasado reaparecen para mostrarnos hasta qué punto ellos han seguido adelante y nosotros no. En efecto, todos los personajes de Eden cambian, menos Paul. El mismo corte de pelo, los mismos outfits, el mismo departamento: un monoambiente con un gigantesco ventanal, generoso en luz natural, cosa que debería hacer las delicias de cualquier habitante de la metrópoli francesa deseoso de estabilidad económica y sin embargo es el amenity menos atractivo para quien duerme de día y vive de noche, para quien pasa menos tiempo en su casa que detrás de la consola de una discoteca, si no es arriba del avión, tren, o taxi que lo llevará a su próximo gig, a ese jardín artificial, de luces estroboscópicas, donde las almas pueden perderse en la música. Y Lost in music es precisamente el subtítulo elegido por Hansen-Løve para la segunda parte de su película, donde vemos a Paul tocar fondo (porque todos los personajes de Hansen-Løve tocan fondo tarde o temprano) y pedir a voz en cuello que bajen el volumen de la música —la música que solo suena en su cabeza. Ese será el fin de su carrera como DJ. Pero como en realidad nada termina, nada se extingue, nada deja de resucitar en el cine de Hansen-Løve, Eden concluye con una cita de un poema de Robert Creely, correspondiente a un libro titulado (y no es casualidad) The end; porque el poema en cuestión, The rhythm, no pone el acento en lo que fenece sino en la idea de continuidad, movimiento, flujo:
The rhythm which projects
From itself continuity
Bending to all its force
From window to door,
From ceiling to floor,
Light at the opening
Dark at the closing.
PARTIR
Soy un espectador de películas sobre el paso del tiempo. Como cualquier otro devoto de Mia Hansen-Løve, me he acostumbrado a registrar los indicios visuales que producen saltos temporales en sus relatos, desde la fecha que una profesora anota en un pizarrón al comienzo de una clase hasta la hojita que se arranca de uno de esos almanaques de pared (que únicamente en el cine alguien logra llevar al día: el enamorado o enamorada que espera el regreso de su amante, el reo que cumple una pena de prisión), en especial cuando esas transiciones suponen el cambio de una temporada a otra, y no porque sepamos que la primavera y el verano son las estaciones preferidas de la directora (las mejores épocas del año para filmar con luz natural), sino porque no hay símbolo más representativo de la idea de ciclo, ritmo, muerte y resurrección que las cuatro estaciones.
En efecto, ¿qué mejor instrumento que el tiempo para medir la capacidad de cambio en las personas? Las transformaciones del paisaje suceden para mostrar no solo el paso del tiempo sino el proceso de maduración específico de cada personaje, cuestión no banal si pensamos que la diferencia de edad en el amor suele ser una constante en el cine de Hansen-Løve (y podríamos agregar, en la vida de la directora, 26 años menor que su marido, el prolífico Olivier Assayas). En Un amour de jeunesse, Camille se enamora de su profesor, Lorenz, un talentoso arquitecto y urbanista, 15 o 20 años mayor que ella. Lorenz ingresa en la vida de Camille para revelarle el amor por una vocación —según ella, “una razón para vivir”— luego de su ruptura con Sullivan, pero lo que precisamente Lorenz no puede ofrecer es aquel amor de juventud. En Maya (2018) sucede algo parecido. Entre Gabriel y la muchacha del título (hija del padrino de aquel, un acaudalado hotelero hindú), el encuentro amoroso es tan probable como segura la separación; no por la diferencia de edad (esta vez ¿podemos decir, menos escandalosa? que entre Lorenz y Camille) sino porque cada uno abriga un proyecto de vida diferente. Gabriel es un periodista de treinta y pico de años que acaba de ser repatriado a Francia luego de haber sido tomado como rehén en Siria, y decide viajar a la India, para reencontrarse con el paisaje de su infancia, con ese pasado que precede a su pasado traumático. Y Maya es, en sus veintes, puro porvenir. Se conocen en Goa, la ciudad donde Gabriel se crio hasta que su madre lo abandonara cuando él tenía siete años. La orfandad es el tópico hansen-løveano por excelencia, un trauma originario que puede cambiar de aspecto, pero que dura toda la vida. ¿Cómo recuperarse de ese trauma —o de cualquier otro— cuando no es posible volver, luego de navegar por el infierno que nos toca en suerte, ya no al paraíso perdido, sino al menos al territorio de lo familiar y lo conocido? ¿Qué más hacer, cuando escribir sobre la experiencia no sutura la herida, cuando no hay cuerpo o afecto que nos cobije, ni terapia psicoanalítica o farmacológica que mitigue los síntomas de nuestras dolencias más profundas? Estas son las preguntas centrales de los films de Mia Hansen-Løve. Para muchos de sus personajes, la respuesta es viajar, ponerse en marcha, irse. Foutre le camp. Y como el trauma es una prisión donde la pena corre el riesgo de volverse perpetua si se permanece demasiado tiempo adentro, la única salida es la fuga. En ese sentido, cuanto más lejos, mejor. Gabriel parte a Goa; el Sullivan de Un amour de jeunesse y la Annette de Tout est pardonné, a Venezuela. El escape ahí, también, es lingüístico. Cambiar de aire es cambiar de idioma. No pocos personajes de Hansen-Løve son políglotas —más de uno es traductor o escritor, profesor— y no tienen problemas para alternar el francés con el inglés, pasar al alemán o al sueco a mitad de camino de una misma frase. Al plurilingüismo que los caracteriza, podríamos agregar el nomadismo. Como escribió George Steiner, “Los vegetales tienen raíces, los hombres y las mujeres tienen pies”. Sin embargo, por más leguas (o lenguas) que recorran, hay algo que retiene los pies de estos fugitivos de sí mismos. Y es que esos pies tienen memoria.
Primera entrega aquí
Etiquetas: Cine, cine francés, Edén, Francia, Manuel Ventureira, Maya, Mia Hansen-Løve, Un amour de jeunesse