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Por Luciano Sáliche
«Yendo o llendo da igual porque voy arriba de mi Rolls Royce»
1.
Ricardo Fort era millonario. Si hay una característica que lo definía era esa. Pero no cualquier millonario. No buscaba la multiplicación de su dinero invirtiéndolo en negocios rentables. No escondía su fortuna de las manos ajadas y mediáticas del populacho. No se ocultaba en una isla de Oceanía para mezclarse con el resto de la clase acaudalada del mundo y sentirse entre los suyos. No escondía su imagen para no ser escrachado en los medios clasistas como uno de los grandes responsables de la existencia de la pobreza debido a que el dinero que sobraba en sus bolsillos es el mismo, ausente, que falta en millones de trabajadores. Ricardo Fort era un millonario sin moral, o mejor dicho, que no concebía su fortuna como una pequeña mancha oscura en la conciencia. No sentía ningún grado de culpa. No le importaba. La disfrutaba, la mostraba y hasta hacía alarde, de una forma tal que parecía una caricatura.
La fábrica de chocolates Felfort (La Delicia Felipe Fort S.A.) era su fuente de riqueza. Con ella producía los shows teatrales que montaba: Fortuna, una historia de vida (2010), Fortuna 2, una revista musical (2011), Mi novio, mi novia y yo (2012), Fort con caviar (2013). Los financiaba y en algunas ocasiones pagaba para que el público asista. Todos eran un culto a su persona. En concordancia con la industria televisiva norteamericana tuvo su propio reality show –Reality Fort (2009)-, participó del fenómeno argentino de la década -compitió en El musical de tus sueños (2009) y luego fue jurado de Bailando por un sueño (2010 y 2012)-, tuvo su talk show –Fort Night Show (2012)- y rotó por todos los programas de chimentos con escándalos mediáticos que se modificaban día a día.
La contracara del millonario que contribuyó a que el zar de la TV argentina, Marcelo Tinelli, acaricie los 40 puntos de rating es la denuncia que hicieron los trabajadores de Felfort en el Ministerio de Trabajo a la empresa. Un total de 50 trabajadores fueron despedidos en el 2013. Pero, ¿qué le importaba a este magnate del arte de la expectación un grupo de obreros desauciados? La simpatía o la ridiculez que mantuvo a Ricardo Fort como un personaje central de la industria del entretenimiento de la década borran de un plumazo el carácter de clase dominante que posee.
2.
Hizo todo lo que la guita le permitió. Transformó su cuerpo hasta ser un verdadero ciborg: se realizó 27 cirugías. Se puso implantes en los pómulos, en la pera y hasta en los talones para ser tres centímetros más alto. Tuvo dos hijos ciborgs: en el 2013 fue a una clínica de California, eligió a una hermosa mujer rubia que no tenía ningún antecedente clínico de enfermedades ni nada que pueda el comprador catalogar como imperfecto para luego alquilarle su vientre y que conciba a sus mellizos.
Quizás haya sido su carácter de heredero (su abuelo fundó la fábrica en 1912) que le dio la despreocupación necesaria para ser lo que fue: una caricatura del rico. A Fort no parecía interesarle mantener su negocio ni aspirar a trascender en la historia de la humanidad aportando parte de sus millones a causas benéficas. No ocultaba su codicia con fines sociales como lo hace la mayoría del empresariado nacional que tan simpático cae en la sociedad. El problema de Fort es que quería ser una estrella, un artista, un tipo capaz de cautivar a millones con el despliegue de algo, no importa qué, de algo, para poder lograr el éxito propio.
La no identificación con las raíces de su abuelo ni con la parafernalia de dar a conocer todo el trabajo que le costó a sus antepasados montar la fortuna, ese gran desinterés por ser políticamente correcto sumado a la impunidad de clase que lo envolvía, le permitió ridiculizar la figura del rico y ser odiado por sus semejantes.
3.
Los arabescos tatuados que lucía, las cadenas de oro que colgaban de su cuerpo y las lentejuelas que portaba en su vestimenta hacían que sus pares le señalen su irrefutable mal gusto. Aquí aparece el conflicto intraclase: los ricos no lo veían como uno de ellos. Fort no era un tipo fino, no era un tipo culto, no tenía buen gusto ni estilo ni nada de lo que la aristocracia argentina entiende por autenticidad. Ese gran cocktail de brillo y músculos que se veía en cada una de sus apariciones mediáticas caricaturizaba al millonario y de alguna forma lo ridiculizaba. Por eso, las clases altas lo sentenciaban de ser grasa. Lo anulaban ubicándolo del otro lado: “un pobre con plata”.
Como buen heredero distendido del capital, todo el dinero que sus acciones le provenían lo utilizaba para el despilfarro. El relativismo absoluto que suele pregonar una porción de la casta intelectual argentina sostiene que “cada cual hace lo que quiere con su dinero”. La ley de herencia fue la que permitió su fortuna. Nada más y nada menos que la herencia.
El sueño de ser millonario para quienes no lo son es inmediato, líquido, dura poco porque la realidad lo elimina en segundos. Ese sueño tan irreal no permite proyectar el medio de producción, la fuente de trabajo que genere el dinero. Eleva al soñador hasta acariciar los permisos y sus objetos tangibles: autos, mansiones, sexo, juego, drogas, viajes, ocio. Ricardo Fort fue ostentación, vulgar e incómoda ostentación. Su dinero no era redituable porque compraba lujo. Todo lo que se mostró en las pantallas fue el anhelo de cualquier sujeto, corrompido por el dinero, de poseer: el sueño de ser millonario. Y en esa arrebatada torpeza terminó caricaturizando al rico, justo lo que el Planeta Farándula necesitaba. Por eso, fue un personaje único en el gigantesco showbusiness.
Etiquetas: DInero, Planeta Farándula, Ricardo Fort
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