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Por Bárbara Pistoia
“Crees que deseas mi belleza, la suavidad de mi piel, el brillo de mi sonrisa, la sutileza de mis articulaciones, el carmín de mis labios, pero lo que en realidad deseas sin saberlo es la desaparición de tus miedos, la curación, la unión, el regreso, el olvido. Esa potencia te devora en soledad. Entonces sufres, perdido en un crepúsculo infinito, con un pie en el día y el otro en la noche”
Habladles de batallas, de reyes y elefantes, de Mathias Enard
I
En Amor Vincit Omnia (1602), el pintor italiano Caravaggio nos enfrenta a un Cupido despeinado que sonríe sobre diversos símbolos —de la ciencia, del arte, la burocracia, etc.— apropiando y desacomodando notablemente el ambiente; su mirada no nos pierde de vista, tiene una simpatía desafiante y una pose absolutamente informal e insolente (inspirada en el Genio de la Victoria de Miguel Ángel).
Este Cupido está muy lejos de los Cupido que habitualmente conocemos. Con sus alas oscuras y su braveza, el Eros de Caravaggio rompe la idealización angelada, y no sólo la de su figura, también la de su accionar y la de las consecuencias que tal acontecimiento implica. Lo que el artista hace es tomar el verso por excelencia de Virgilio en su interpretación más cruda: sí, el amor todo lo vence, pero eso no significa una buena noticia, porque ese “todo lo vence” incluye al orden, a la razón y, en consecuencia, a nosotros, simples mortales. Cupido —caótico, avasallante, invasivo— es, entonces, todopoderoso.
II
Gustave Doré en su escultura Cupido y La Parca (1877) plantea una sociedad, un trabajo en equipo que provoca un escenario inescapable. Esta Parca está inspirada en Las Moiras o Las Grayas de la mitología griega, esas ancianas hilanderas que controlaban los ciclos de la vida y manejaban el tiempo, justamente, moviendo sus hilos. La presencia de las hilanderas se tomaba como un anuncio, como una cuenta regresiva. La hora estaba llegando.
Doré acomoda al ángel apoyado sobre la anciana dejándonos percibir la confianza entre ambos. Tanto Cupido como La Parca, además, tienen los dedos de sus manos en posición de estar sosteniendo un hilo; hilanderos los dos, el ángel ejecuta su flechazo para marcar a las “víctimas” por las que luego irá la anciana. O sea, el amor siempre es fatal. Esa fatalidad contempla lo obvio, como la finitud y el desamor, pero también complejiza al amor correspondido más allá de las formas en la que ese amor suceda, o, incluso, cuando no encuentra las formas, el tiempo y el espacio de suceder, desarrollarse, crecer, y empaparse de las fatalidades de la rutina. El amor, entonces, también es fatal porque vence todo, pero no será siempre suficiente.
III
“Dame un mundo, has tomado el mundo que era” escribe Anne Carson en su poema This. En su libro ensayístico Eros, el dulce-amargo la canadiense no duda: “Eros es expropiación (…) El amor no ocurre sin una pérdida del yo vital”. Lo sabe, lo dice, lo estudia, sin embargo, no puede evitar sentirlo y padecerlo, y lo vuelve a hacer poesía en La belleza del marido; en ese libro, con su voz expropiada y colmada de ausencia, nos dice “Sigo desprotegida, es de noche ahora”.
“Porque en la oscuridad, lo que en la luz se ha roto, perdura” se lamenta Joseph Brodsky en su poema Amor; mientras que en Canción de amor busca desesperado la descripción perfecta para darle voz a su cuerpo encendido, pero, sobre todo, para no dejar de encajar perfecto en el espacio que la otredad habita, entonces “Si fueras china, aprendería tu idioma, quemaría / mucho incienso, llevaría tu ropa rara. (…) Si te gustaran los volcanes, yo sería lava / en constante erupción desde mi oculto origen”. Daniel Melero musicalizaría con su deseo omnipresente de “quiero estar entre tus cosas”, no sin antes reconocer lo que eso significa, aceptarlo, y anhelar aún más el jugo de la experiencia compartida “y sentir que sos fatal”.
En el poema Descalza, Anne Sexton se mete en la intimidad que une al verbo amar con el verbo comer: «Y yo soy tu criada descalza toda / la semana. ¿Quieres salami? / No. ¿Prefieres un whisky? / No. Tú en realidad no tomas. Mejor me tomas / a mí. (…) / Ahora me tomas de los tobillos, / subes por mis piernas, / hasta que llegas a perforar el hambre de mis ansias». Pero nada supera a Los Amantes de Wilcock, aislados y sin poder alejarse más de setenta centímetros uno del otro, comiéndose con fervor, y sí, claro, “No son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más allá de las convenciones”.
IV
Pero no es tan sólo una cuestión metafórica la intimidad que hay entre el verbo amar y el verbo comer. Hay un escenario interior donde sucede lo que estalla afuera. Ahí, en las cuevas más profundas de nuestro cuerpo vive el amor, donde no vemos, donde no conocemos, donde no sabemos de nosotros hasta que la vinculación con el otro hace lo suyo.
“Quizás tengo miedo de la forma en que te amo (…) quizás me sorprende la forma en que te necesito” se sincera un Paul McCartney a corazón abierto en Maybe I’m amazed. La otra cara de esa vulnerabilidad del estado amoroso nos la da Lennon en su If I fell pidiendo un juramento de fidelidad y rogándole a la amada que no se esconda ni corra cuando perciba los sentimientos que en él despierta, “porque no podría soportar el dolor, me entristecería si nuestro amor fuera en vano”. ¿Y dónde se sentiría ese dolor insoportable si no es en el cuerpo? Por otro lado, Clint Eastwood acá remataría con su célebre “si querés garantías, comprate una tostadora”.
Dante en La Divina Comedia, ya bien entrado en el Paraíso —habiendo concluido en el Purgatorio que los pecados capitales no son más que una consecuencia de la energía de amor mal dirigida— se pregunta “con cuántos dientes te muerde este amor”. Safo describe “Has roído un agujero en mis órganos vitales”, y nadie puede negar que la poetisa sabe bien de lo que habla: “Eros —¡aquí va otra vez!— afloja mis miembros / me lanza a un remolino, / dulce-amargo, imposible de resistir, criatura sigilosa”. Y desde la Antigua Grecia parece haberle susurrado a Gustavo Cerati la letra de Canción animal: “Hipnotismo de un flagelo dulce, tan dulce (…) Cuando el cuerpo no espera / lo que llaman amor”.
Podemos decir entonces que el amor también es una cuestión orgánica. Por eso resulta insólito civilizarlo, hacerlo agenda, ponerlo en asamblea. Lo que no es insólito es que no sea una época generosa con el amor, porque en un mundo apurado y eufórico, infantil y de “todos siendo famosos por 15 minutos y para 15 personas” pareciera quedar poco tiempo para las pasiones que se alejan de los empoderamientos masivos (que no siempre son colectivos).
“Sé lo que nos mata el desamor, / escapa el estallido… / prueba la manzana que he guardado para vos, / ya sé lo que nos mata” cantan unos jóvenes IKV desde su disco Leche. Kendrick Lamar podría acoplarse con su Pride: “El amor te va a matar, pero el orgullo será la muerte tuya y mía”. En Self control, Frank Ocean, mientras pide una noche de rendición, vive en carne propia el efecto rebote de la peor ilusión con la que enfrentamos lo sentimental, creer que podremos convivir armoniosamente con “aquello” que palpita adentro nuestro; spoiler alert: “me hiciste perder mi autocontrol”.
“A fin de no seguir con más repeticiones de lo que en cualquier caso va a ocurrir (…) terminemos con esto. Sobre todo, olvida al que escribe estas líneas, perdona a uno que, por mucho que fuera capaz de otras cosas, no es capaz de hacer a una muchacha feliz” le escribe Søren Kierkegaard a su insoportablemente amada y obsesivamente inolvidable Regina. La brava Tracey Emin cuenta que frente a una de sus más grandes desilusiones amorosas solamente pudo huir: “Fuera de la vista, fuera de la mente. Como si eso pudiera evitar que esa mierda de la telepatía pase igual”.
V
A la ya clásica confusión que hay entre deseo y necesidad, la sucede creer que evadir o autocensurarse es una manera de resolver las pasiones, como si las pasiones se pudieran solucionar, ignorar, evitar, como si la no evasión implicara seguir cualquier pulsión. En definitiva, en el mundo moderno lo cortés sí quita lo valiente, empezando por la valentía íntima.
Flaubert nos deja advertidos en La educación sentimental: “La acción, para ciertos hombres, es tanto más impracticable cuanto el deseo es más fuerte. La desconfianza en sí mismos los embaraza; el temor de desagradar los espanta (…) tienen miedo de ser descubiertos”. Tupac Shakur suspiró una especie de nota mental y emocional mientras daba una entrevista desde la cárcel: “Recuérdenlo, el miedo es más fuerte que el amor. Todo el amor que di no significó nada cuando llegó el miedo”.
«¿Por qué se marchó Gibreel? Por ella, por su desafío, por la novedad, por la fiereza de su conjunción, por el inexorable de un imposible que reivindica su derecho a ser (…)» nos cuenta Salman Rushdie en Los versos satánicos. Podemos leerlo en complicidad con lo que escribe Bioy en su diario: «el enamorado es un malcriado», y renglones abajo agrega «Sentimentales. Cuando en un amor se llega al límite de la incomodidad, hay que armarse de coraje y emprender la fuga». ¿Cuál es el límite de la incomodidad para el escritor? Otro día, en otro contexto, nos lo revela: “Momento grato en un principio, que inaugura un futuro de alarmas: cuando nuestra amante nos revela que llegó a la convicción de que la queremos de verdad ¡y tanto más que el marido!”, o sea, la incomodidad máxima es reconocer el amor entre nosotros.
VI
Anaïs Nin en sus diarios describe “Cada vez que entrego una parte de mi ser, renuncio a una idea, acepto, me sacrifico por Henry, acepto al Otro, es como si se rompiera la inflexible cadena del ego. Cuando descubro que la historia de la puta que conoció es cierta, le doy un beso. Me entrego, me rindo continuamente: mi ego, mis celos, mis quejas, mi egoísmo. Cada vez que me fundo, algo le ocurre a mi feminidad, a mi ser femenino. Cada oleada de sentimientos, de generosidad, aporta un extraño florecimiento”. Sin embargo, en otro pasaje de sus diarios, no se libera de la contradicción y el regodeo: “Pero detrás de esa entrega a Henry está la muerte. Por lo tanto: la aventura». O sea, la pulsión.
“A pesar de mí mismo (vivo) para otro” escribió Lévinas. Alain Finkielkraut perfecciona esta idea: “El prójimo me incumbe antes de que mi corazón o mi conciencia hayan podido tomar la decisión de amarlo. (…) Amor, si se quiere, pero amor a regañadientes; amor que nos pone a prueba; amor que es el nombre corriente de la violencia con que el otro me desaloja, me persigue y hostiga hasta los rincones más recónditos de mí mismo”. Por algo Roland Barthes creía que “él”, pronombre, es “la palabra más perversa de la lengua”.
Jacques Prévert en Desayuno saca al pronombre del medio y lo que queda es un poema con un vacío profundo, en el que logra, además, remarcar la ausencia de ese otro —o toda la posible distancia que puede existir— aun estando presente. El poeta nos describe paso a paso que hay dos que no se miran, no se hablan, sin embargo, la rutina de la mañana no se detiene, pareciera que frente a ese abismo ocupando el ambiente los hábitos no cambian, hasta hay tiempo de jugar con el humo del cigarrillo, y, finalmente, una persona se marcha bajo la lluvia sin despedirse, la otra se queda en silencio viendo como se va. Los últimos versos dicen: “y yo tomé / mi rostro entre las manos / y lloré”.
VII
Vuelvo a Dante, pero esta vez a su Disputa sobre el agua y la tierra donde concluye que “mala opinión es la que contradice a los sentidos”. Banalizar el amor es exactamente eso: una mala opinión que no llega a ser una mala decisión porque nos come en el acto. La complejidad que implica amar se puede minimizar como si fuera un consumo cultural de la boca para afuera, pero, de la boca para adentro esa complejidad con fantasmas propios permanecerá ahí. Y esa parece ser la noticia que saltea de su vista la vida moderna: los fantasmas siempre son propios, y los tenemos todos.
Pretender generar un manual de supervivencia para el amor, nuevas “leyes” compuestas a partir de vivencias o de creencias personales no es más que querer conquistar los cuerpos desde el ombligo propio, o sea, desde las particularidades emocionales, materiales y temporales propias, por lo tanto, reglamentar el amor no es más que un “mi cuerpo es mío, y el tuyo también es mío”. Sí, es una fantasía, pero también es una contradicción discursiva poco saludable creer que la respuesta a la heteronormatividad es algún otro esencialismo normativo. Toda vinculación es un riesgo, y pensar el amor como clima de época también lo es, pero más aún peligroso es creer que nosotros inventamos el amor e inventamos las formas de amar, que estamos en condiciones de poder decir cómo se debe amar, qué tipo de amor es el real y/o verdadero, o qué forma de amor es mejor.
Cuando salió Fragmentos de un discurso amoroso, año 1977, vendió los quince mil ejemplares iniciales en un par de semanas. Al poco tiempo, Roland Barthes era nombrado “hombre del mes” en Playboy y concedía una larga entrevista. Así explica el porqué del éxito del libro: “el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas pero que nadie sostiene. Está completamente abandonado por los lenguajes circundantes, o ignorado, o despreciado o escarnecido por ellos, asfixiado detrás del erotismo, la sexualidad, la pornografía, la publicidad… El amor se muestra en el cuidado del cuerpo y el consumo mediático”.
Una escena más: Mad Men. Don Draper va caminando por la oficina y ve al equipo trabajar en una publicidad que tiene al amor como protagonista. Los escucha, ve lo que vienen haciendo, interviene. Les pregunta qué sienten, cómo viven el amor, qué es el amor para ellos. Las respuestas se suceden entre balbuceos y chistes de oficina, pero, como el diablo sabe más por diablo que por viejo, Don lo hace personal, quiere saber si alguna vez se enamoraron. Finalmente, deja la clave cifrada en una última pregunta: “Entonces, ¿por qué estamos contribuyendo a la trivialización de la palabra?”.
Etiquetas: Amor, Barbara Pistoia, Caravaggio, Cupido, Dante Alighieri, Gustave Doré, Mad Men, Roland Barthes
[…] Así como es totalmente comprensible que el escenario sea confuso para adolescentes, y más aún en su despertar militante y con la euforia “revolucionaria” que ese despertar se acompaña, no resulta inocente ni ingenua la confusión en adultos, ni hablar si son comunicadores o personas de llegada pública. De hecho, esas confusiones se presentan como discursos iluminados y rebeldes cuando en realidad son discursos peligrosos en lo anestesiante y especuladores, operando (¿consciente o inconscientemente?) lo mismo que se hizo hasta ahora, pero con el mensaje al revés. (De eso hablamos mucho acá) […]