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Por Pablo Manzano
Lo que te cuenten de la economía de aquellos años dependerá de quien te lo cuente: de su preferencia por el champán importado o el vino nacional, de su amor por Elon Musk o Milagros Salas, de su cariño por la escuela pública o la escuela austriaca. Claramente no tendrá el mismo enfoque quien suspire por nuestra industria que quien la maldiga por artificial. Y dependerá también, obvio, de cuánta pasión húmeda le despierte Cuba y cuánta Chile. Pero su mirada retrospectiva, nos dice la semiótica capilar, estará más que nada signada por su pelo o su peinado.
El entrevistado de esta nota esconde su calva lustrosa bajo una peluca despeinada (todo un homenaje). No por ello oculta la devoción por su máximo ideal: levantarla en pala.
–Esa última frase me parece hipócrita –me dice el entrevistado calvo con peluca despeinada–. Porque el dinero es algo que todos queremos, en lo que todos confiamos, ¿o vos no? Confían en el dólar incluso quienes detestan todo lo que representa el país donde esa moneda se emite. ¿O acaso en aquellos años vos y tu gueto de zurdos de Ciencias Sociales no cambiaban pesos por dólares?
–Gueto no sería la palabra. En la UBA éramos más bien de clase media.
–Mirá vos, y yo que pensaba que universidad de los trabajadores y al que no le gusta se jode, se jode. Hacés bien en señalarlo. ¿Te preguntaste alguna vez por qué tu clase media de aquellos años todavía no jugaba a la grieta?
–Éramos jóvenes. Yo al menos lo era. Esas diferencias todavía no…
–El dinero nos une más allá de todas las diferencias, supera todas las barreras ideológicas y culturales. Y en aquellos años sí que había dinero. Se podía confiar en quien lo emitía, en su valor. Porque el valor del dinero no se debería perder como tu juventud.
–¿Qué me dice de las barreras morales que también supera el dinero?
–A ver… ¿Fuiste feliz durante aquel ciclo económico que tanto te complace demonizar, sí o no? ¿Tenías acceso al dólar, sí o no? ¿No era la cocaína en aquellos años un polen de primavera que se respiraba en el aire?
–Eso me recuerda al estornudo desafortunado de Woody Allen.
–¿Aumentó un solo centavo el precio del gramo o la tiza en toda la década?
–Oiga, aquello no terminó bien. Se desbordaron los diques de contención.
–¿Y? ¿No se ha podido siempre volver a reconstruir el mercado en caso de catástrofe o destrucción? Sólo hay que saber aceptar los ciclos, el ying y el yang, lo que se retira dejando paso a lo que asoma. El mercado es como el Tao, el que se hace con él y reconoce patrones en ese flujo cambiante procede triunfando en todo lo que emprende. ¿Querés?
El entrevistado, a quien de momento no consigo entrevistar, vuelve a inclinarse sobre el espejo que yace en la mesa baja de su living, junto a mi grabadora. En esta ocasión se le cae la peluca alborotada de león. Al verlo incorporarse con su calva lustrosa a la vista, me parece estar frente a Jeff Bezos (o un aspirante a eso). Todavía tiene el canuto de 100 dólares metido en la fosa nasal izquierda.
Conozco al entrevistado a través de su canal de Youtube. Allí comparte debates televisivos sobre economía. Los títulos de sus vídeos siempre llevan expresiones como «humillar», «dejar en ridículo», «noquear», «destruir».
–Hablemos de aquel ciclo que se extendió entre el derrumbe de un muro y el de unas torres.
–Vos querés hablar de la Argentina con el mayor crecimiento económico mundial.
–Y también de la recesión más grande que una economía capitalista haya sufrido en tiempos de paz, quitando la crisis del 29.
–Como ves, aquel ciclo fue meritorio. Lo mires por donde lo mires.
Mientras se vuelve a colocar la peluca, me cuenta que el mandato popular de aquella década no era institucional (como en la década anterior), sino económico. Se revalorizó el mercado, frente a un estado productor, planificador, regulador, interventor que venía siendo cuestionado. Las intervenciones, según me explica, habrían detenido el crecimiento.
–No es que las empresas estatales y las políticas de estímulo sean una distorsión. Peor: son una perversión. Siempre fueron la decadencia de este país.
–¿Para hablar de decadencia no es condición poder hablar de un esplendor previo?
–Argentina fue potencia, ¿o no? La decadencia empezó en la posguerra.
–Demasiado simple y lineal. El crecimiento ya se había detenido antes. Además que en los 60 se volvió a crecer. Y muchos países crecieron con ese modelo de estado.
–Porque había recursos. Dejó de ser así y sobrevino el déficit y la inflación. Pero la clave está en cómo pudimos salir de eso. A ver, ya que sos tan tirapostas, definime globalización.
–Se supone que esto es una entrevista, no un examen.
–¿Pero cómo, no te enseñaron en la facu que es el gran mal de la humanidad?
–Entiendo la globalización como la expansión comercial gracias a los avances de la comunicación y el transporte, con economías cerradas que se abren…
–Ya veo que estudiaste. Ahora pensá en las primeras bielorrusas con pestañas y uñas postizas y horas de peluquería. Pensá en cómo, en pleno apogeo neoliberal tras la Guerra Fría, empieza a fluir sin miedo el dinero de los comunistas. ¿No es hermoso?
El entrevistado me narra que en este escenario empezó a configurarse el nuevo mercado libre e internacional de capitales. Con nuevos actores que se sumaron a la economía, como nuestro país. Me arroja su primer dato épico y voluptuoso: en 1996 los flujos de capital privado hacia países en desarrollo alcanzaron los 200 mil millones de dólares, 6 veces más que en la década anterior.
–Nadie prometió lluvia de dólares, pero la hubo. Fue una gran oportunidad para todos los países en desarrollo.
–No para los africanos, que perdieron el tren.
–África ya había tenido su canción en la década anterior: We are the world, we are the children. Y ahora tiene trenes chinos.
–Supongamos que esas inversiones directas o esas deudas eran necesarias…
–¿Supongamos? ¿Supongamos, decís? ¿Cómo melones va a despegar si no un país sin tecnología, sin tecnificación?
–Lo que quiero señalar es la contracara del dinero que entra, y es el que sale a través de giros de dividendos o pagos al exterior.
–Es verdad que salía dinero, por la alta demanda, por la facilidad para importar, por los intereses de la deuda. Pero la coyuntura era favorable, por los abundantes capitales extranjeros dispuestos a financiar a países de segunda categoría. Es decir que también entraba guita, como entra esta amiguita. ¿Querés?
El entrevistado con peluca vuelve a inclinarse sobre la mesa baja, mientras le canta a mi grabadora el mantra del Consenso de Washington y su influencia beneficiosa en la reforma integral de los estados latinoamericanos. En Argentina, puntualmente, se llevó a cabo una política de choque contra «el capitalismo asistido».
–Se acabó lo que se daba: el estado ya no te compraba, ni te protegía ni te mimaba.
–Pero te confiscaba tus depósitos bancarios, sobre todo los plazos fijos.
–¿Seguro que no querés una puntita?
La fijación de un tipo de cambio por ley, según el entrevistado, dio credibilidad a ese tipo de cambio y obligó a un compromiso: mantener reservas en divisas capaces de comprar toda la base monetaria, y sobre todo renunciar a la emisión.
–¿A vos te hicieron leer el Ulises en la UBA?
–¿Usted se refiere al Ulises de Joyce o a La Odisea?
–Me importa un culo. A lo que voy es que fue una estrategia de autoatamiento, como quien ordena que lo aten al palo de un barco para que las melodías de sirenas no lo desvíen de su rumbo y su meta. Aquel gobierno se hizo atar, abdicando de un instrumento de política económica que más de una vez había llevado a la ruina.
Así desapareció el peor de los impuestos, me asegura, una vez alcanzada con éxito la meta de acabar con la inflación. Llegaron los créditos a tasas más accesibles y previsibles. Y, cómo no, la recuperación salarial. El entrevistado hace rotar el mentón, como si se preparara para entonar las siguientes cifras pujantes: 1) Un salario promedio en la Argentina de 1995 era de 1.800 dólares. 2) Los hogares bajo la línea de pobreza bajaron del 38% al 14%.
–¿Qué te pasa? Veo en tu cara la siguiente contracara.
–Se consiguió bajar la pobreza, pero aumentó la desocupación.
–Y no te olvides de sumar al luto la mortandad empresarial.
El entrevistado me ilustra con respecto a las causas del desempleo. Su aumento, en parte, se habría debido al aumento de la población dispuesta a trabajar. Un fenómeno que él explica por la posibilidad de obtener salarios más altos que en el pasado, pero también (lo admite) como respuesta a la falta de trabajo de otro miembro del hogar.
–Eso último es la prueba –interrumpo– de que puede haber más crecimiento y más productividad, pero menos trabajo.
–Sos un genio.
Algunos, me dice, enfatizaban el hecho de que el trabajo estuviera demasiado caro en relación a los bienes de capital, ya sea por las reformas en la apertura comercial o la falta de reformas en las regulaciones laborales.
–Pero la realidad, contracara, era que el mundo estaba cambiando, se estaba modernizando. Anyway, el crecimiento económico atenuó cualquier efecto negativo, y el rechazo focalizado de unos pocos resentidos se diluyó frente al ánimo generalmente alegre de la sociedad.
–Cuando dice sociedad no se refiere al pueblo, ¿verdad?
–Pueblo, qué linda palabra y qué poco se usa en este país. Sí, me refiero sobre todo al pueblo, que, como sabemos, nunca pierde su alegría.
En relación a los supuestos efectos negativos de la apreciación cambiaria (desequilibrio comercial y falta de competitividad nacional), el entrevistado remarca que devaluar nunca fue una opción. En lugar de eso, se redujeron o anularon impuestos y aranceles, con lo que el sector rural pudo modernizarse y ponerse al día en tecnología y bienes de capital, convirtiéndose en una de las estrellas del nuevo crecimiento.
–Hábleme de las privatizaciones.
El entrevistado me mira con ojos que le brotan de las cuencas, como en un parto ocular y simultáneo de gemelos ovoides. Se sirve una copa de burbujas doradas y humedece las cuerdas.
–¿Un champucito tampoco tomás?
Forzada por el desprestigio de un estado desfinanciado, la venta de empresas públicas resultó en una significativa entrada de ingresos al Tesoro y en el cierre de la brecha tecnológica. A las bondades mencionadas por el entrevistado, añado otro resultado, la conformación de monopolios.
–¿Y qué tiene de malo un monopolio privado?
–Se ha dicho que las empresas extranjeras no asumieron ningún riesgo.
–¿El de expropiación tampoco?
–Se ha dicho que adquirieron las empresas estatales por una quinta parte de su valor, que procedieron a su vaciamiento y que…
–El documental de Pino Solemne, sí, yo también lo vi. ¿Podés creer que en dos horas que dura no dicen ni una vez la palabra «entreguista»? ¡Qué decepción!
El entrevistado afirma que las privatizaciones supusieron una reducción del gasto del Estado.
–A vos que te gustan las contracaras, esto tenía una, y es que creció el gasto social.
–En salud y educación más bien se redujo. Nación traspasó ambas competencias a las provincias, sin una partida de financiamiento suficiente.
–Medida absolutamente necesaria para aliviar el déficit.
–Pero no para aumentar o siquiera mantener la eficiencia de esas prestaciones.
–En cualquier caso, continuaron los malones federales de las provincias sobre la caja del Tesoro. La historia de siempre.
El entrevistado destaca la omitida importancia de las inversiones extranjeras en el aumento de las exportaciones industriales, en el marco del Mercosur. En aquel contexto ventajoso habría disminuido la incidencia del pago por intereses de deuda durante la primera mitad de la década. Y aunque sobre finales del decenio la deuda externa quintuplicaba a las exportaciones, volviéndose la mayor carga para el nuevo gobierno («el gobierno de los torpes»), no se puede negar el logro del primer lustro de los 90: una conjunción de estabilidad, inversiones, crecimiento y desahogo fiscal.
–Fue el final de los dos males económicos de este país: la inflación y la recesión.
–Fue barrer debajo de la alfombra.
–¿Fuiste feliz o no fuiste feliz?
A raíz de la devaluación del peso mexicano, se temió que en Argentina sucediera lo mismo. Según el entrevistado, fue una prueba de fuego para el esquema de paridad y el compromiso grabado en la legislación. Algunos veían en el plan la supuesta antigua maldición del patrón oro. Se decía que, ante un panorama sombrío, la resistencia a devaluar en el presente auguraba la certeza de una devaluación futura.
–Entonces usted está reconociendo que pasaron cosas.
–No pasó nada. El tequilazo fue solo un susto para el regocijo fugaz de los alarmistas y agoreros de siempre.
–¿Qué me dice del retiro masivo de depósitos bancarios?
–Te digo que la gente no la vio. ¿De qué les sirvió reaccionar a tiempo en el 95 si en 2001 se durmieron? Eso es no saber leer el partido, no saber interpretar el Tao.
–Pero el Banco Central perdió la cuarta parte de sus reservas.
–Y el gobierno no claudicó, no se desató. Se mostró firme ante la más poderosa de las presiones, la de un pánico bancario.
–A usted que le gustan las cifras, ese mismo año el producto cayó en un 4,5% y el desempleo andaba por un 18,6%.
–Sí, y a pesar de esos numeritos el presidente fue reelecto. La situación no debía ser tan mala. Se mantuvo estable el precio de la cocaína y el champán, y por ende el de la canasta familiar. ¿Una porción de pizza tampoco querés?
–Devaluar habría sido perder la reelección. Y la reforma constitucional habría sido en vano. ¿No le parece?
–¡Devaluar habría sido una catástrofe! Con una red de contratos dolarizados y deudas en moneda dura. Y sobre todo la ausencia de un estado garante.
El magma aceitoso de mozzarella chorrea sobre el espejo, a centímetros de donde espera la última patilla blanca y gruesa. Con la boca llena y bien abierta, el entrevistado calvo de peluca despeinada da cátedra sobre el cambio de gobierno al final de la década.
–La sociedad volvió a priorizar la calidad institucional, la antepuso al knowledge y al know−how del holding de expertos que había diseñado el programa antiinflacionario basado en modelos econométricos. Y pasó lo que pasó.
El entrevistado afirma que antes de esas elecciones (1999) la economía venía funcionando en piloto automático. Ese mismo año el presidente fue invitado a la asamblea anual del FMI, por ser un ejemplo a seguir en la conducción de economías emergentes.
–Esa gente tiene una sola receta –interrumpo– y siempre felicita a quien la aplica, les da igual dónde se esté aplicando y si no funciona. Aquellas felicitaciones coincidieron con una caída brutal del ingreso y un desempleo del 25%. Corríjame.
El entrevistado traga pizza con champán. Termina de masticar.
–Fueron los torpes del nuevo gobierno y sus medidas, como crear o aumentar impuestos en medio de una recesión provocada por ellos, los que forzaron más y más despidos. En plena deflación, los salarios no se ajustaban hacia abajo. ¿Qué otra opción tenían las empresas ante el costo salarial?
–Existe un argumento, según el cual la recesión final fue provocada por el tipo de cambio, que estaba deteriorando la competitividad interna y externa. Según cómputos, había que duplicar el tipo de cambio para reestablecer el equilibrio.
–¿Vos no aceptás mi gentileza y terminás comprando cualquier falopa? ¿Dónde aprendiste de cómputos, en Ciencias Sociales? Ese argumento fue la condena del plan, porque acabó por agitar el avispero y ahuyentar los capitales. Por primera vez en diez años el país se quedó sin divisas, y sin divisas era imposible mantener el uno a uno. Esta vez el nuevo gobierno decidió intervenir. ¿Te suena si te digo restricción de retiros de efectivo?
–Brasil y otros países ya estaban devaluando. ¿Por qué tanta resistencia?
–Mirá, la peor resistencia, casi genética te diría, que tiene este país es la resistencia a cumplir las leyes.
El calvo con peluca despeinada se inclina ante la última patilla de polvo blanco. Tras echar la cabeza hacia atrás, soltar un rugido de león y lamer el espejo con empeño, retoma el hilo.
–El uno a uno era una ley, y había que hacer todo lo posible por respetarla.
–Usted rechaza las intervenciones y regulaciones, pero no un tipo de cambio fijo y artificial.
–Porque no como vidrio. Con el uno a uno nos beneficiábamos todos. Pero capaz que vos eras un nostálgico de la inflación.
–No, pero…
–¿Me vas a decir que no tenés ningún amiguito progre que pudo ahorrar en dólares en aquella década maldita para comprarse y reformar una casa?
–¿Qué me dice de los excluidos de aquella época?
–¿Vos querés decir tus descamisados?
–Llámelos como quiera.
–Los excluidos, contracara, son los que vinieron después. Los ahogados por la inflación, en un país donde la libertad está dolarizada, donde el acceso al dólar está custodiado y controlado. Los excluidos son los que no tienen una cantidad de verdes debidamente encanutados como tenés vos. Los que nunca se van a poder comprar una casa.
–Yo tampoco…
–Decíme, ¿cuánto tiempo se pasó tu clase media exhibiendo ese símbolo de status que era el juego de la grieta? ¡Jugaron hasta aburrirse! Tan compenetrados estaban en sus roles que no la vieron venir. Esa fuerza nueva, arrasadora, que embistió desde los márgenes y se comió a la grieta, que la dejó obsoleta, que inauguró una nueva división. Esos excluidos ávidos de dólares. Esos, contracara, esos también son unos nostálgicos.
Textos de la serie: Aquellos años agro y Aquellos años prole
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