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Por Pablo Manzano
Mark Solms dice haberse sentido muy decepcionado mientras cursaba la carrera de neurociencia. Allí a nadie le interesaba explicar la mente en sí: el yo vivo y activo, el que experimenta. Por si fuera poco, los profesores hablaban del cerebro como si fuese un riñón. No es que Solms se sintiera atraído por la metafísica, esa miel filosófica, o seducido por la idea de que la mente y la experiencia fenoménica no se pueden abordar (empírica) científicamente. En El manantial oculto, su reciente libro, el neurocientífico sudafricano se muestra más bien convencido de aquello que, según él, postulaba el mismo Freud (un Sigmund menos alineado con el vitalismo/idealismo que con el fisicalismo): que la conciencia se puede reducir a leyes, que la respuesta está en la biología, en la química, en la física.
Pero por muy científico que fuera el Freud de Solms, sabido es que quisieron hacerle pagar su falta de empirismo. Los conductistas llegaron para aplicar el método experimental a la mente, tratándola como una caja negra de la que solo se podía conocer lo que entraba y lo que salía (inputs y outputs). Así descartaban todo lo que no fuera observable (deseos, ideas, creencias, sentimientos). Así evitaban debatir tanto con la filosofía como con el psicoanálisis. A este último, además, había que ponerlo en su sitio, destronarlo. Un examen novedoso de los testimonios introspectivos había llevado a Freud a desarrollar un modelo de la mente «desde dentro hacia afuera», marcando la agenda del tratamiento y la investigación y dando lugar al crecimiento institucional del psicoanálisis, con expertos acreditados y un selecto grupo de defensores intelectuales. A juicio de los conductistas, sin embargo, esas teorías eran castillos de aire construidos sobre los vaporosos cimientos de la subjetividad.
Con respecto a los inputs y outputs, se pregunta Solms en su libro: «¿De verdad podemos reducir la mente a un mero procesamiento de información?» El neurocientífico se responde que la mente no es un ordenador, que los ordenadores no son insondables (aunque hay quien cree que son conscientes) y que hasta los teléfonos móviles se caracterizan por la memoria, la percepción, la ejecución. Con respecto a lo que aprendió en la carrera de neurociencia, su pregunta es «¿De verdad el cerebro es comparable con el estómago?». Para Solms la diferencia es obvia: existe algo que es como ser un cerebro, mientras que las sensaciones que ubicamos en los otros órganos no la sienten los propios órganos, solo se sienten por los impulsos que llegan al cerebro. Pero sus profesores en ningún momento entraban en semejante subjetividad (lo que se siente) ni parecían interesados en arriesgar el prestigio académico preguntándose cómo el cerebro la genera. Lejos de los manuales que excluyen a la psique, el alumno inquieto se acercó a los testimonios clínicos de Oliver Sacks, de quien se dijo que confundía a sus pacientes con una carrera literaria. Freud, en su tiempo, había dicho de sí mismo: «Me resulta singular que los historiales que escribo se lean como novelas breves y que se ignore el sello que lleva estampado lo científico». El austriaco y el inglés no fueron contemporáneos (cuando Freud murió Sacks tenía seis años), pero el conductismo primero y la neurociencia más tarde no se tomaron en serio ni a uno ni a otro.
Somls decidió centrar su investigación doctoral en los sueños, para demostrar su naturaleza mental (subjetiva). Eran los años ochenta y los sueños no eran un tema respetable como lo era el sueño: el sueño como lo opuesto a la vigilia, y la vigilia como equivalente de la conciencia. Treinta años antes se había realizado lo que se consideró el primer estudio serio del sueño y descubierto la fase REM con sus efectos fisiológicos: movimiento ocular rápido, reducción del control de la temperatura corporal, turgencia de genitales con erecciones visibles en los hombres. Es decir, el sueño REM como sueño neutro (sin la motivación de los deseos), como sinónimo del acto de soñar. Aquella neurociencia celebraba el hallazgo de un marcador objetivo del sueño, se había librado al fin de los informes introspectivos poco fiables y de toda la especulación freudiana: lo latente de la experiencia onírica, los sueños como respuesta alucinatoria a deseos y necesidades. He aquí las palabras de una eminencia llamada Allan Hobson: «La principal fuerza motivadora del sueño no es psicológica, sino fisiológica».
Solms, por el contrario, no prescindió de los informes verbales y (casi a la manera del psicoanálisis) no tuvo reparos en tratar los testimonios de pacientes neurológicos como datos. Terminó así llamando la atención sobre un error con el que había convivido la neurociencia: creer que el sueño REM (una mera fase) y soñar son lo mismo. Descubrió que el tronco encefálico, generador del sueño REM, no es decisivo, pues pacientes con lesiones en esa parte dicen que pueden seguir soñando. Los que ya no sueñan, en cambio, son los que tienen una lesión en una zona de los lóbulos frontales. En su libro el investigador se remonta a los tiempos psiquiátricos de la lobotomía, realizada mediante inserción de una cuchilla giratoria a través de las cuencas oculares. Esta no solo reducía los síntomas psicóticos y la motivación (Jack Nicholson), sino que también provocaba la supresión de los sueños. Si el paciente seguía soñando tras la operación, era una mala señal. ¿Qué eran los sueños sino alucinaciones y delirios? El tratamiento, explica Solms, no se abandonó por razones éticas, más bien por la aparición de fármacos, que, al igual que los antipsicóticos modernos, bloqueaban la dopamina en los terminales de un circuito cerebral ubicado en el área de los lóbulos frontales. El nombre de ese circuito es largo y complicado, pero, dado que su anulación provoca el cese de los sueños y su estimulación aumenta la duración e intensidad de los mismos (con independencia de la fase REM), Solms formuló en su tesis la hipótesis de que es allí donde se generan los sueños. Hoy se acepta que ese circuito impulsor de los sueños no tiene nada de neutro y puede considerarse responsable de los «deseos». Punto para Freud: la neurociencia le debía una disculpa. Sin embargo, el tal Hobson no tardó en escribirle a Solms (según Solms) para decirle que apoyaría sus hallazgos, siempre y cuando él no reivindicara en público a Freud ni sus ideas sobre los sueños.
No fueron los resultados de su investigación lo que llevaron al neurocientífico a formarse en el psicoanálisis y alejarse de sus colegas. Fue más bien un seminario de literatura comparada sobre La interpretación de los sueños, al que Solms asistió más tarde. Esa obra, según él, no puede entenderse si no se ha leído y asimilado un manuscrito de Freud de 1895, con publicación póstuma en la década de los cincuenta. Si bien las técnicas de su época no le permitieron explicar los fenómenos mentales en términos fisiológicos, en ese texto Freud se muestra en busca de una base neurocientífica para sus primeras ideas sobre la mente. Tras leerlo, Solms se propuso construir sobre los cimientos abandonados que dejó Freud, aprovechando más de un siglo de avance en neurociencia. Un fragmento del texto: «La intención es representar los procesos psíquicos como estados cuantitativamente determinados de partículas materiales especificables» (Freud, 1895).
Parece ser que al austriaco le costó abandonar aquel camino, pero el cambio de dirección, como se sabe, lo compensó con creces. A falta de técnicas que le permitieran investigar la fisiología de los fenómenos mentales, desarrolló un método de investigación psicológica introduciendo la novedad del inconsciente. En algún momento de euforia, según Solms, el inconsciente fue para Freud el eslabón perdido entre lo físico y lo mental. «Es de prever que nuestras ideas provisionales en psicología se sostendrán algún día sobre unos cimientos orgánicos» (Freud, 1914). Les guste o no a los seguidores de Freud, nos viene a decir Solms, está claro que para Sigmund el psicoanálisis estaba pensado como una fase intermedia y que un día se uniría con la neurociencia. El autor menciona una tomografía por emisión de positrones donde lo latente en el cerebro se puede ver encendido como un árbol de Navidad durante el sueño, mientras que lo inhibidor está apagado. A partir de hallazgos como este, hoy hay más neurocientíficos a favor de reinstaurar la viabilidad de la teoría freudiana (el tal Hobson, sin embargo, siguió votando en contra hasta su muerte, en 2021).
Tras terminar su doctorado Solms empezó a trabajar en la observación clínica, atendiendo a pacientes con trastornos de memoria. Allí observó de paso que sus colegas no se interesaban en el contexto emocional y el significado personal de esas amnesias. Para él, en cambio, estaba claro que detrás de los recuerdos erróneos de los pacientes había una motivación (la de reconducir un estado de ansiedad hacia algo tranquilizador). De estas fabulaciones infirió lo mismo que Freud de los sueños analizados: que estaban motivadas, que tenían un significado, que expresaban deseos. A partir de entonces Solms decidió recurrir al psicoanálisis para devolverle la subjetividad a la neurociencia, desarrollando un enfoque «neuropsicoanalítico».
Solms evoca los tiempos en que la vida mental y consciente eran la misma cosa. Por aquel entonces nadie discutía que esa vida se reducía a las imágenes de la memoria, y que estas residían en la corteza: el órgano de la conciencia, según la ciencia mental tradicional. Primaba la idea empirista básica de que la percepción y sus huellas en la memoria son el ingrediente básico de la conciencia, de que para percibir y aprender hay que ser consciente de lo que se aprende y percibe. Todavía no había llegado Freud para decir que no toda actividad mental es consciente, y que, de hecho, la mayor parte de la vida mental no lo es. La evidencia científica actual sugiere que somos inconscientes de casi todo, por lo que funciones como percepción, memoria y aprendizaje deben incluir etapas inconscientes que son tan mentales como las conscientes. Todo esto, según Solms, es atribuible al psicoanálisis, y hoy la neurociencia (aunque con correcciones) aprueba las conclusiones de Freud al respecto. Otro punto para Sigmund.
El título del libro de Solms hace referencia al manantial oculto del que surge la conciencia. El autor parte de dos ideas. Una es que la conciencia no es una abstracción ni un artefacto, sino el núcleo de los «afectos», de las «sensaciones». La conciencia tiene que ver con lo que se siente (siento, luego existo). La otra idea es que no todas las funciones conscientes están en la corteza, sino que la conciencia se genera en todo el cerebro (cree incluso, aunque no hay evidencia certera, que la conciencia podría ser algo más primitivo y haber estado presente ya en los primeros organismos sencillos). Siguiendo a Damásio, Solms se desplaza de la corteza al tronco encefálico, en busca del manantial donde según él emerge el yo sintiente y consciente.
Y es que Damásio, quien también ha inspirado el trabajo de Mark Solms, ya había presentado datos de pacientes que en ausencia de la corteza (tras extirpación o lesión) actuaban de manera «consciente», es decir, en función de sensaciones que guían una conducta o una búsqueda: hambre, sed, frío, somnolencia y otras urgencias. Para Solms estas sensaciones no solo son equiparables con los afectos homeostáticos de Pankseep (reguladores de las necesidades vitales del cuerpo), sino también sinónimos de lo que Freud denominó pulsiones. Para el psicoanálisis la sede de estas pulsiones es el Ello, que obedece a sensaciones de placer y displacer. El propósito de Mark Solms, entonces, era traducir estos conceptos «metapsicológicos» al lenguaje de la anatomía y la fisiología, integrar el planteamiento de Freud en la neurociencia. Después de todo, el sudafricano sostiene que es en el tronco encefálico (y no en la corteza) donde se halla esa parte de la que surge lo que Freud llamaba pulsiones y donde Freud ubicaba el Ello. El problema (qué decepción para Mark) es que para Sigmund el Ello era inconsciente. Y para colmo, en su única feliz coincidencia con la ciencia mental tradicional, Freud situaba el Yo consciente en la corteza.
¿No tendría al revés su modelo de la mente?, se pregunta Solms. ¿No demostró Damásio (no lo comprobó él mismo) que los pacientes «descorticados» sienten incluso más y hasta tienen sentido del humor, no son sus reacciones y emociones la prueba de un Yo, de una experiencia fenoménica y subjetiva, de que hay alguien en casa? ¿Cómo pueden ser inconscientes los afectos o pulsiones, el placer y el displacer? El hambre, la sed, la fatiga muscular y las ganas de evacuar se sienten, como se sienten el miedo, la ira, la ansiedad y la lujuria. Las formas más simples del sentir, dice Solms, aunque poco le interesen a los neurocientíficos y aunque los psicoanalistas no estén de acuerdo, no solo son conscientes, sino que tienen una función biológica. Son esos afectos los que nos dicen si vamos bien o mal, la forma en que tomamos consciencia de las pulsiones que demandan ser saciadas. Puede que no siempre los reconozcamos por lo que son (señales), pero los afectos nos obligan a actuar (sin ir más lejos a respirar) y guían nuestro comportamiento para decidir aquí y ahora. No es el pensamiento cortical del miedo lo que nos lleva a actuar para sobrevivir, sino el sentimiento (subcortical). Ignorar ese afecto (en Sudáfrica lo sabemos bien, dice Solms) es lo que nos pone en peligro de ser asaltados o asesinados. Hoy, en la vida más o menos civilizada, con leyes artificiales que regulan el comportamiento social, es fácil ignorar la función biológica de la emoción, pero para Solms está claro que la civilización no tuvo ningún papel importante en el diseño de nuestros cerebros. El amanecer de la conciencia, concluye, fue poco más que sensaciones somáticas, afectos, emociones.
Más sobre el cerebro y la conciencia en Soñar y ser soñado y El yo fingidor
Etiquetas: Ciencia, Damásio, Mark Solms, Oliver Sacks, Pablo Manzano, Sigmund Freud